15 de noviembre de 2010

Jose Alberto Arias Pereira siempre quiso ser pintor

¿Cómo le dices a un niño
lo que le puede gustar o no?
¿Con qué cara alimentas
al sistema?

Cuando era pequeño me gustaba dibujar. Al parecer, desde que supe agarrar algo con mis deditos me dio por coger libros y ceras y pasar horas enteras coloreando, dibujando, atisbando las letras para imitarlas más adelante…
         Se me daba bien todo lo que tenía que ver con el papel. Acabé el Micho —la cartilla de lectura— el primero de mi clase, lo recuerdo porque fue una de las primeras victorias que logré en mi vida. También recuerdo que, si nos portábamos bien y hacíamos las cosas rápido, podíamos utilizar el resto del tiempo para jugar o dibujar. Ya entonces tenía una obsesión con captar mi naturaleza, mi entorno en una hoja de papel. Teníamos en el aula de párvulos una imagen, un dibujo de Pinocho muy grande (a mí se me antojaba inmenso con cinco años) y yo me dedicaba a dibujarlo en escala pequeña en mi hoja de papel. Luego se lo enseñaba a la seño, como todo de lo que nos sentíamos orgullosos. Uno de tantos días se me acercó a la mesa y miró mi dibujo, miró el Pinocho de la pared y me dijo:
         —Jose, qué bonito. Un día te voy a dar un rollo de papel para que lo dibujes igual de grande que el de la pared.
         A los cuatro o cinco años las palabras de tu maestra son tu Biblia, de modo que yo lo creí a pies juntillas. No hubo un día de desencanto, no. Acabó el curso y me cambiaron de aula y de maestra, y poco a poco asumí que nunca podría dibujar ese Pinocho gigante, por mucho que me rompiera el corazón tener que asumirlo.´
         Otro de los hechos, ya en la casa, no en el colegio, que me marcaron sin saber en qué momento, fue también sencillo y relacionado con el dibujo. Correría el año 1992 o así, porque a mi hermano pequeño, el recién llegado, le habían regalado un peluche de Curro, la mascota de la Expo de Sevilla. Total, no sé si recordarán que Curro era un pájaro blanco con una cresta y un pico de una tira de colores: uno, que siempre ha sido tan influenciable, hablaba con su madre una tarde de invierno (recuerdo la lámpara encendida y la tela de las faldillas de la mesa) sobre lo que me gustaba:
         —Mis colores favoritos son estos. El azul, el verde, el rojo, el amarillo y el rosa porque son los que salen aquí.
         —Hijo mío, el rosa no. El rosa les gusta a las niñas, no a los niños —me explicó ella, tan convencida de lo apropiado de la respuesta.
         Yo sentí entonces ese atisbo de culpa por hacer algo que no debía hacer (¡gustarme el rosa, el color que les  gusta a las niñas!) pero también esa incertidumbre, la incomprensión de no saber qué malo tenía el color rosa. Supongo que a partir de entonces dejé de colorear la piel de mis dibujos de color rosa y o cambié por el preciado color carne.
         Supongo que con el tiempo aprendí a ser un conformista. Y que todas las promesas sin cumplir, todo lo prohibido siguió conformando el camino que habría de seguir hasta el aquí y ahora.

3 comentarios:

  1. No soy la más apropiada para decirte esto, pero... ¿por qué no te pones ahora a dibuajar? Vamos a dejar de conformarnos.
    Besitoooooos

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  2. Anda, el color carne... Tan codiciado siempre cuando coloreábamos de niños, no sé por qué.
    ¿Has vuelto a dibujar siendo ya mayor?
    Saludos!

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  3. En toda la boca.
    Molas. Molas. Molas. Molas. Molas. Molas. Molas. Molas. Molas.
    Molas(me)

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