18 de febrero de 2024

La casa de mis abuelos

Cumpleaños familiar en la cocina de mis abuelos

 Hoy he soñado con la casa de mis abuelos, que no piso hará al menos 14 años, calculo. También he soñado con mi tía Carmen, que murió en 2010. Es significativo que haya soñado con ella porque era su casa, pagada por ella para dejar atrás la casa antigua familiar donde habían vivido siempre mis abuelos, donde se crió mi madre, una de esas casas de pueblo donde olía a cal y a antiguo.

He soñado con la casa de mis abuelos, la nueva, la que reformó mi tía, y he soñado con ella de nuevo. A veces sueño con mi tía Carmen, a veces sueño y no está muerta y yo no siento ninguna pena por la pérdida. Cuando murió, recuerdo cargar su ataúd al entrar en la iglesia, ataúd que cargamos todos sus sobrinos, porque ella no tuvo hijos, pero fue madre. Recuerdo también romperme a llorar camino del cementerio, porque yo había hecho ese camino a pie con ella en innumerables paseos vespertinos donde la acompañaba a ella y a sus amigas. También recuerdo entrar en su casa, en la casa de mis abuelos siempre con su olor característico al poco de su muerte y fijarme en un servilletero y pensar que ella era la última persona que había repuesto las servilletas y fijarme en el calendario en la pared y pensar que ella había sido la última en ponerlo al día y ahora todo se había detenido. También recuerdo quedarme mirando las macetas en el patio, las macetas de mi abuela que con tanto esmero cuidaba, sus esparragueras verdes y frondosas, el olor de ese pequeño patio con su pila y azulejos y un techo por el que entraba la luz. Siempre me acuerdo de las macetas de mi abuela con un pellizco en el pecho y me pregunto si aún vivirá alguna de las mismas que ella plantó y regó y cuidó con tanto esmero y tan primorosamente.

Pero las herencias y las escisiones familiares.

Por eso no he vuelto a pisar esa casa en todos estos años, la cochera donde mis abuelos pasaban los veranos a la fresca con la puerta entreabierta, la chimenea en torno a la cual celebramos grandes momentos en familia, la terraza desde la que contemplábamos, privilegiados, los actos de Moros y Cristianos, los fuegos artificiales, desde donde alguna vez nos comimos las uvas, el pequeño cuarto arriba del todo donde mi tía Carmen planchaba o el dormitorio donde guardaba retazos de su vida, varias muñecas, algunos libros, su bandurria, objetos todos que me fascinaban y siempre me pregunto si seguirán ahí, de algún modo preservando quien ella fue.

Hoy he soñado con la casa de mis abuelos, y en las paredes había, en lugar del gotelé blanco, esos pequeños azulejos de cuadritos homogéneos en un tono aguamarina. Luego, un salón completamente nuevo donde antes no había nada, un pasillo si acaso. En el sueño pensaba que el salón estaba hecho con buen gusto, pero a la vez sentía una especie de traición. Esa no era la casa de mis abuelos. Ahí es donde mi tía Carmen justificaba que hubieran hecho con la casa lo que quisieran, que por algo era ahora suya, que había quedado bien. Yo me fijaba entonces en varias macetas de ese salón nuevo y pensaba si serían las mismas que cuidaba mi abuela, las mismas que me han obsesionado todos estos años.

Pero en el fondo sabía que no era así. Y mi tía Carmen, pese a todo, aún vivía.

La casa de mis abuelos en Google Street

21 de enero de 2024

Un año después

Un año después, casi se me pasa la cita de todos los 21 de enero.

Todo ha ido a peor en estos doce meses.

Despierto con el corazón en el pecho, arrastrado por la ansiedad de pesadillas donde discutimos por cuestiones domésticas y donde el trabajo me preocupa, me agobia, me vuelve a mostrar que me equivoco, que no valgo para esto. 

Comienza el año con varias balas que a punto han estado de arrasarme. Esta semana he llorado como no recuerdo, la tristeza es un chapapote que ensucia todo lo que toca en mi vida. La terapia tampoco parece ser suficiente, ha llegado la hora de dar el siguiente paso: psiquiatría.

Nada de lo que soñaba/planeaba hace un año se ha materializado. Apenas he escrito, a decir verdad. Es imposible encontrar la paz y el tiempo necesarios para volver a escribir. Sigo teniendo ideas, considerando proyectos, pero soy incapaz de escribir.

En este momento el principal problema que identifico en mi vida (son varios, la verdad, más que identificados) es un trabajo que no me puede importar menos y que me provoca la sensación de que no valgo para nada en el mundo.

Sólo ha traído algo bueno 2023, y ha sido Alba, que tiene mucho de faro, de guía, de bálsamo.

Curiosamente, la nostalgia ha venido a llamar a mi puerta. Ayer me obsesionaba tratando de dar con una canción que escuchaba hace 15 años, "Sí y no" de Diez negritos (el dúo original con Paula Advice ha desaparecido de todos lados). También ha desaparecido de Spotify "Oye, esta no es manera de decir adiós" donde Mayte Martín homenajeaba a Leonard Cohen. Escucho Maga mientras escribo este post, como si volviera a tener 20 años en lugar de los 36 que me pesan como quintales.

Espero poco del 21 de enero de 2025.

31 de diciembre de 2023

Alba

 Palma de Mallorca, otoño de 2023


Vengo a (re)conocerte.

Hablo contigo con la única intención de descifrarte.

Observo tus ojos como si pudiera intuir en ellos el futuro que te aguarda, pero ni todo el intenso azul del mundo (tus ojos un vasto océano, un Neptuno repetido, dermis de las ballenas y los pitufos) puede desenredar los hilos que han de tejer tu vida.

Quisiera saber si, como el mío, tu color preferido será el amarillo.

Qué tipo de pelis te gustarán, si querrás hablar de libros conmigo cuando tengas ocho o nueve años.

Imagino que algún día me acompañarás en la cocina y te mostraré los secretos de las salsas y los caldos, las gachas y los gofres.

Ojalá mirarte para saber si correrás mucho, o darás hostias como panes, o saltarás alto hasta trepar como un mono por los árboles.

¿Se te darán bien los idiomas? Creo que ya te he prometido en alguna carta una escapada a Londres, y si se presta te enseñaré a cantar un fado portugués.

Tal vez pases de todo esto, y está bien. Las expectativas de los demás pueden hacerte más bien que mal.

Me pregunto, Alba, cuántas veces te romperán el corazón.

Si serás torpe como el tito Jose y tras cada tropiezo te levantarás con la dignidad que te quede.

¿Cuál será el primer recuerdo que logres salvaguardar? Dudo mucho que recuerdes este vaivén de visitas, de atenciones, de llamadas tras tu nacimiento. Yo siempre recordaré aquella vez que me chocaste aún en la barriga de tu madre.

Serás feliz, pequeña Alba, y habrá días que te sentirás desdichada. "No estarás sola", prometo cantarte pronto esa canción.

Vas a flipar cuando veas Parque Jurásico, pero vas a flipar más cuando veas Dogville.

Reirás como loca, y tendrás frío y tendrás sueño, dudarás de las intenciones de alguna gente, confiarás con toda fe en otra. Harás amigas, tendrás mascotas (tranquila, llegará), te podrás disfrazar de dinosaurio o de astronauta. Pasarás por las vidas de las personas cambiándolas, conocerás otras culturas, tendrás prejuicios, tendrás dudas, tendrás ilusión por algo que te mueva, dibujarás y resolverás ecuaciones. Te cortarás el pelo y te lo dejarás crecer, te teñirás, te harás rastas o un look pixie total. Creerás en Dios, perderás la fe en Dios. Comerás macarrones y arroz cuando la economía apriete. La vida es el pack completo.

O no.

La vida dirá, y dirá pronto, porque tú vas embalada y quienes te resguardamos lo hacemos desde el vértigo por verte crecer.

Hace algo más de diez años trabajé en una escuela infantil, y lo que más me marcó fue aprender que desde bebés, seguramente desde que nacemos, ya tenemos una personalidad marcada.

Alba, te miro a los ojos, te hablo, te cojo en brazos y es como si te deshicieras cual azucarillo. Ahora mismo eres imposible para mí: un misterio indescifrable.



7 de noviembre de 2023

Por mis diez años en Lisboa

 


Quien me conozca sabrá de la revolución vital que supuso para mí noviembre de 2013: todo un comienzo desde cero que me gusta recordar, para bien o para mal, cada año. Así, en 2016 y en 2022 escribí sendos textos que resumen mi experiencia lisboeta hasta la fecha. Por vez primera los releo este 2023 con la distancia que pone el tiempo y la mirada limpia y me resulta curioso analizarlos lado a lado, con los matices que dan los años que los separan y la propia experiencia vital, más amarga cada día. Mis primeros años en Lisboa lo veía todo con cierta bohemia, hasta un punto de exotismo; lo idealicé un poco porque la vida, hasta cierto punto, se podía idealizar. Luego llegó esa vida, un trabajo, una vida familiar, una rutina que me arrollaron y me convirtieron en otra persona. Más amargo, sí, más político, pero creo que en el fondo, sea por la literatura o la creatividad, mantuve cierto romanticismo. Paso a compartir ambas reflexiones, e insisto: 10 años después, he sobrevivido. 



2016

ANIVERSÁRIOS
Hoy, hace justo hoy 3 años, me planté en Lisboa con una maleta llena de monstruos y la necesidad física de desaparecer en una ciudad nueva, limpia de recuerdos y rostros conocidos. Nada más llegar se quedó muerto el taxi de camino a casa y tuve que luchar con los adoquines, malditos benditos adoquines lusos, para desplazar apenas unos metros la maleta reventada y la bolsa de viaje hasta los topes. Llegué a la casa más extraña donde he vivido con un nudo en el estómago y dos años de Madrid desbordándoseme por los ojos, pero nadie abría. Ya dentro, mi ordenador se negaba a conectarse a Internet y borré whatsapp del móvil y me sumí en una especie de catatonia que me duró un fin de semana. No sabía decir nada, el portugués me sumió en un silencio de siglos que me hizo taciturno y tímido, más frágil de lo que me gustaría admitir. Miro atrás y no reconozco al joven soñador que logró dejarlo todo para lanzarse a la nada, porque es otro.
Aún se me hace raro reconocer que ya he vivido más en Lisboa que en Madrid, como se me hace imposible adivinar el futuro a la vuelta de la esquina. Lisboa no sé qué hizo por mí ni qué he hecho yo por ella, pero si hay algo imposible de imaginar para este triste juntaletras es la vida sin siete colinas, sin un amago de mar que se queda en río, sin los malditos benditos adoquines, las bicas y los pastéis, sin el pérfido Diogo Alves y Belém y Sintra a tiro de piedra, sin Adília y Filipa, sin el fado y las marchas, la vida sin pão de Deus, sin las plazas, los kioscos del café, el Bairro Alto y Alfama, los miradouros, la luz, JODER LA LUZ, sin las decenas de amigos que han venido a visitarme, sin el árbol mágico de Principe Real o el descaro hisptérico de LX Factory, sin toda tu precariedad y la mugre en las calles, sin Gulbenkian y Monsanto de fondo, sin el acueducto y las Amoreiras, Lisboa sin terremotos ni turistas, la vida sin polvo à lagareiro o sardinhas.
Y me vais a permitir que me ponga tonto, pero hay otra Lisboa sobre la que aún no puedo escribir, la que me obligó a traer a Truman en una bolsa, la de tanto, tanto llanto, la de (des)encuentros terminales y gente inesperada, la Lisboa que está bajo la piel, o en las costillas, o en cualquier otro lugar común melodramático, la Lisboa donde he sido (o no) feliz, donde no cabe otro libro en los estantes, donde no-pertenecer, pero ser parte, queda otra Lisboa a la que nada de lo que yo diga haría justicia, porque la vida tiene de maravillosa lo que tiene de injusta, y no sé si soy más de Pessoa o Saramago, pero he aprendido que los portugueses son más de Camões, por eso prefiero no nombrar esa Lisboa y dejarla callar.
O que hable, para el caso, Adília Lopes:
Cidade branca
semeada
de pedras
Cidade azul
semeada
de céu
Cidade negra
como um beco
Cidade desabitada
como um armazém
Cidade lilás
semeada
de jacarandás
Cidade dourada
semeada
de igrejas
Cidade prateada
semeada
de Tejo
Cidade que se degrada
cidade que acaba



2022
Hoy, justo hoy, hace 9 años llegué a Lisboa roto y perdido, lleno de sueños y con un libro revoloteando en la cabeza.
Llegué a mediodía y esa misma tarde ya aproveché para mi primera exploración como residente del centro histórico. Vivía en la parte más baja de una colina e ir al centro suponía siempre una tortura (y un aliciente para mis glúteos). A veces, esos primeros días rondaba el Bairro Alto y tomaba algo aquí y allí. Ahora no salgo de casa, el Bairro Alto me queda lejos y salir parece una quimera.
Me sorprendían los comercios antiguos frente a cuyos escaparates me detenía, soñador, antes de que el turismo y la gentrificación transformaran barrios enteros en parques de atracciones para expats y otras mierdas que pare el capitalismo más salvaje.
Pagaba algo así como 215 euros por una habitación en una semiplanta, suelo de madera, donde vivía con extraños en extrañas circunstancias. Persistí, aún era duro y era valiente. Hoy observo alrededor y contemplo las estanterías llenas de libros, las plantas y regalos de amigos que han ido conformando un hogar en mi barrio, Campolide, otrora local de andanzas del pérfido Diogo Alves.
Me creía bohemio y algo maldito por vivir en la decadente Lisboa; ahora estoy maldito, aún hay días en que me prometo salir y contemplar a la ciudad como se contempla a un desconocido: con intriga, con deseo, con cierta suspicacia, y sigo siendo aquel joven bohemio y maldito al que Lisboa le ofrece una magia antigua.
Creo que la única palabra que chapurreaba aquel 8 de noviembre de 2013 era "obrigado". Ahora sé bromear, sé insultar, sé hacer terapia y desear en esta lengua que me suena preciosa a pesar de las medias palabras que se quedan por salir y los fonemas tramposos que se gastan en Portugal. Amo los sonidos de una lengua como jamás podría amar un país.
Hay mucho que desconozco del día a día de esta ciudad y Portugal; mi despiste me previene de perder el tiempo en las banalidades que comparte la gente que vive en mi calle, en mi barrio, mi ciudad, pero afilo mi conciencia social y política sin medias tintas (fascismo nunca mais SEMPRE).
Llegué a Lisboa solo, si acaso con un puñado de fantasmas que tardaron en desaparecer, al poco traje a Truman, hice familia (la familia elegida, los cuidados cercanos), amigos, no tantos, pocos, apenas, soy un misántropo, maldito sea, me digo a mí mismo, porque llegué solo a Lisboa, me digo. Uno, a pesar de todo, siempre está solo.
He recibido con los brazos abiertos y el corazón expectante a amigos y familia, y más amigos y más visitas, y a conocidos, amigos de amigos, porque siempre hay alguien que viene a Lisboa, y no hay forma más pura de estar agradecido que sentarme en una tasca tras un día de zascandilear por las colinas de Lisboa y compartir una bifana o in pastel de nata.
Nueve años después, escribo una novela, (otra) que me salve la vida, y esa novela es Lisboa y soy yo y la vida que quise y la vida que detesto, todo en un libro que habrá de llegar (espero) a desbordarlo todo, y en esas páginas habitan toda la precariedad, la contradicción de quien decidió dejarlo todo para empezar de cero, la sangre yerma, las mil posibilidades que ofrece Lisboa, su comida plato a plato, su parte conocida (el fado, los azulejos, los miradores) y el revés oculto (las ratas por las calles, las aceras levantadas, los barrios que nos obligamos a no mirar), habitan en ella el sueño europeo devorado por un call center gigantesco, los affairs secretos que ofrecen las capitales, las películas, las despedidas, la no pertenencia, el café, Pessoa, los jardines y parques, los sindicatos, la soledad y el frío en interiores, el bacalao, la Web Summit, el humo del tabaco en todos los locales, la extrañeza del lenguaje, un Jose de veintiséis años, el Gran Terremoto que nunca se detiene.
Felicidades, Lisboa, hemos sobrevivido.

6 de noviembre de 2023

Por qué dejé de beber



Partamos de una aclaración, porque el título da a entender que soy un alcohólico rehabilitado y no. Jamás he bebido de forma habitual, ni siquiera en contextos aceptados como con la comida o de fiesta. Sin embargo, durante unos años sí que fui un bebedor social que tuve momentos de borrachera épica, ocasiones que puedo contar con los dedos de la mano y adelante listaré. Lo cierto es que llevo ya en torno a 6 o 7 años sin beber (hay trampa).
Llegado un día, no recuerdo que fuera especial o viviera una epifanía, decidí dejar de beber por completo. Abandonar para siempre la cerveza o el vino, más aún las copas, y refugiarme en mis refrescos azucarados. Fue, dadas las circunstancias, fácil. No ha habido un solo día desde entonces en que haya añorado beber alcohol. Tampoco se me ha cuestionado o presionado en mi entorno social y familiar (más allá de una cena de Nochebuena o Nochevieja donde se siguen preguntando por qué no acepto una mísera copa de vino).
Creo que no he sido precoz en nada en la vida salvo la lectura. Fui el primero de la clase en terminar la cartilla Micho en párvulos para aprender a leer, y desde niño me he rodeado de libros y cuadernos, lugar seguro al que vuelvo a diario. La vida en un pueblo es una vida tranquila, y al menos en los noventa los menores gozaban de una libertad cada vez más escasa. Fui muy crío hasta muy tarde, mi interés por la lectura me abrió las puertas a otros intereses culturales, a la escritura. Poco a poco, mi tiempo libre fue llevándome por los derroteros de la creación. Recuerdo largas tardes leyendo, leyendo, leyendo, imaginando historias, visitando la biblioteca, fines de semana en casa. A esa edad temprana a la que algunos compañeros comenzaban a explorar la adolescencia (hablo de once, doce años: en los pueblos todo sucede más rápido) los fines de semana, para mí seguían siendo momento de juego. Salía a cenar con mis hermanos, a lo mejor quedábamos con amigos a no hacer nada, o, más tarde, cuando La 2 se convirtió en otro refugio, los sábados me bebía aquellos ciclos de cine independiente y/o europeo o, más adelante, las primeras temporadas de A dos metros bajo tierra (que acaba de llegar a Netflix, dicho sea de paso).
Mis compañeros y compañeras salían, iban a pubs, hacían botellones. Recuerdo que nunca me gustó el sabor del alcohol. Por aquel entonces, cuando salía, recuerdo tomar esos mejunjes dulces, azucarados que mi paladar toleraba: mangaroca con batido de chocolate, lima con vodka, blue tropic, piña con malibú... Pero me tomaba una de esas y ya. Hasta ahí mi experiencia con el alcohol.
Ya de lleno en la adolescencia, cuando llegó el instituto y tomamos caminos divergentes mis hermanos y yo, recuerdo abrazar la soledad, refugiarme en mis obsesiones (fantasmas que aún me acompañan), poner distancia entre mi vida y el acto social. Como en mi casa jamás se normalizó el consumo de alcohol más que en ocasiones celebratorias (o la cerveza/vino con la comida, como en cualquier hogar), tampoco me vi arrojado a estos néctares durante la adolescencia. Para mí, beber seguía siendo algo extremadamente adulto, y yo era un crío. Incluso en verano, en Salobreña, no nos acompañábamos por amigas que bebieran y tratábamos (ahora lo sé) de ser peterpanes que perpetuaran los restos de la infancia. Con todo, ya abrimos la puerta a Sandevid y otros inventos del estilo.
Fueron la vida independiente, los 18, la universidad, el punto de inflexión. Los primeros amigos eran como yo: bebían poco si bebían, cuando salíamos a tapear por Granada era lo normal un tinto de verano o una Coca-cola. Creo que fue por esa altura cuando más Coca-cola consumía: a litros, y no me afectaba al sueño, al estado de ánimo o a la salud. Ahí ya sí empecé a hacer botellón y a beber en contexto de fiesta: Cacique principalmente, si mal no recuerdo, pero también cerveza, tinto de verano, cosas baratas.
Hago aquí un inciso sobre las borracheras de las que hablé antes, contadas y repartidas en el tiempo.
  1. Mi primera borrachera memorable fue un poco tonta. Se acercaba fin de 1º de carrera, quedamos un grupo de la facultad a beber, pero nada más allá de lo normal. Nos despedimos para vernos ese mismo día más tarde. Recuerdo llegar a casa bien, bien perjudicado, digo, porque caí directo en la cama y fue cuando todo empezó a darme vueltas. Incapaz de mantener la cabeza anclada me arrastré al cuarto de baño a vomitar. Me senté primero en el váter, no sabía bien si necesitaba vaciarme por arriba o por abajo, y fue mala idea, porque me dejé resbalar al suelo y ahí, abrazado a la taza y con los calzoncillos por los tobillos me encontró mi hermano al volver a casa, en un estado lamentable, y me cogió en brazos y me acostó. Dormí hasta pasarla, no recuerdo quedar esa noche con mis amigos. En los años sucesivos, mi principal ingesta alcohólica se daba en un pub irlandés, el Hannigan's, donde todos los lunes íbamos a competir y a beber Guinness en mi caso, y cuyo premio eran cócteles gratis (la noche que ganamos sí recuerdo acabar bastante borracho, pero sin perder los papeles).
  2. Mi segunda y épica borrachera fue de Erasmus, en 3º de carrera, donde ya había normalizado perfectamente beber en cada fiesta. Esa noche comenzamos la celebración en nuestra casa de Swansea. Recuerdo que solíamos comprar vodka marca blanca de Tesco, porque no daba resaca. Después de juntarnos a beber en casa, esa noche, de forma excepcional, decidimos ir a una discoteca que había en el campus. Habíamos mezclado el resto del vodka en la botella con el resto de refresco de limón. Ya en la fila para entrar tuvimos que hacer el sacrificio de beberla del tirón, nos recuerdo en concreto a mi amiga María y a mí hasta vaciarla. Nada más entrar, alguien pidió chupitos de tequila. No sé si tomé uno o dos, y empecé a sentirme mal hasta el punto de que mis amigos me tumbaron en un banco de la discoteca. Ya tumbado, de nuevo la sensación de que el mundo giraba y yo no podía echar el ancla. En una de estas, supe que iba a vomitar y vomité. Justo en ese momento, mientras vomitaba (no mucho, un poco) tumbado pasó ante mí una camarera y nuestras miradas se cruzaron. Aunque me sentí mejor enseguida, en unos minutos vino uno de los seguratas de la discoteca a sacarme sin posibilidad de recoger mis cosas o despedirme de mis amigos. Pero esa es otra historia.
  3. Pasaron bastantes años en que, tras mi shock con el tequila, decidí ser más prudente con la bebida. Al poco de mudarme a Madrid hice un par de viajes a Lisboa. En ambos, con amigos queridos, bebí más de lo que mi organismo toleraba. En la primera noche no pasó de ahí; dormí la mona ricamente. La segunda vez, también obnubilado por cuanto bebí y fumé en Bairro Alto, acabé abrazado a un desconocido hasta que nos separamos (mi amigo Javi, mientras tanto, no paraba de señalarme y descojonarse. Entonces me dio el backout, me dejé caer en el suelo (calculo que frente a la Igreja dos Italianos o en el Largo de Camões, aunque bien pudo ser en São Roque o São Pedro de Alcântara) y sólo quería dormir. Me tuvieron que levantar y llevar en brazos al hostel. Más allá del bochornoso espectáculo, fue una de mis peores resacas (estaba quemado por el sol de la playa portuguesa, estreñido y medio moribundo por la noche anterior).
  4. En 2014, aún en Madrid, cuando quedaba con amigos o mi ex bebíamos cerveza, porque era lo más barato. Bebíamos en casa, a veces en bares de Malasaña. Fumábamos. Entonces, una reunión escolar: mi clase del pueblo se reunía, ya con 25 años, en una cena. Tras la cena llegaron las copas en el mío (un gin tonic mío y otro de una amiga que se tenía que ir), y tras el restaurante acabamos en un pub, y luego en otro, y cada vez que tenía la mano libre mi hermano me colocaba otro gin tonic que yo bebía displicentemente. Nos dio el nuevo día, y al volver a casa, bastante perjudicado, pero estable, me dirigí directo a la cama. Vomité en la cama toda la cena de la noche anterior y todo el alcohol ingerido. Me recuerdo malísimo, sin duda mi peor resaca.
  5. Casi un año más tarde, ya instalado en Lisboa, mis primeros meses en la ciudad a veces me gustaba callejear y visitar el Bairro Alto de noche, porque para mí era sinónimo de peligrofiesta y libertad. En la visita de un amigo acabamos ahí, en uno de los bares de Bairro Alto, aunque llegamos tarde y todo cerraba, así que compramos uno de esos litros lleno de un cóctel cualquiera con vodka o veneno para el camino mientras bajábamos a Pink Street con unas españolas que conocimos en la calle. Ya en Cais seguimos bebiendo cerveza en distintos bares, tratando de entrar en un local con aire algo clandestino sin éxito y, por último, entrando en una discoteca (ahora que lo pienso esa es la única vez que he estado en una discoteca en Lisboa). En la discoteca sólo recuerdo flashes: bajar al baño atravesando una sala con billares, tratar de brindar con todo el mundo botellín en mano y buscar a mi amigo entre la muchedumbre. Más tarde, un taxi, el impulso inaguantable de vomitar en el taxi y que nos echaran. Ya en la calle, caer al suelo redondo. Desperté completamente desorientado y sin recuerdo de media noche, algo que nunca me había pasado y jamás me ha vuelto a pasar.
No dejé de beber entonces, ni mucho menos. Durante los siguientes tres, cuatro años consumía alcohol en eventos sociales, alguna vez después de trabajar cuando teníamos visita del cliente porque invitaban (lo normalizado que está el consumo de alcohol en ambientes laborales), en cenas y fiestas en casa. Entonces, y creo recordar que fue bastante súbito, decidí no beber más.
Me puse firme conmigo mismo y me di cuenta de que no disfrutaba el sabor del vino y la cerveza, que era más un rito de paso que algo que hiciera convencido. Por honestidad, porque ya venía dándome cuenta de que no me gustaba cómo me hacía sentir el alcohol, corté el grifo. De pronto no pedía una sidra al salir, no regaba los encuentros con cerveza, no brindaba con los amigos a quienes ofrecía una copa cuando venían a casa, porque en mi casa hay mueble bar. Las botellas de vino traídas por visitas a cenas y estancias permanecían año tras año aguardando a alguien que diera buena cuenta de ellas.
Miento si digo que no he vuelto a probar el alcohol. Alguna vez, si me apetece, bebo una sidra (más por el sabor que por otra cosa) o una amarguinha (típico licor portugués de almendra servido con hielo y limón), pero son las únicas excepciones que me permito. He intentado ser algo gourmet y acompañar alguna comida de una copa de vino, pero el efecto es curioso: me pongo rojo enseguida, como si el alcohol me provocara reacción en el organismo. He llegado a preguntarme si tengo algún tipo de alergia al etilo.
Creo que hay cada vez más gente que toma la misma decisión que yo, que en las nuevas generaciones el consumo de alcohol, como de tabaco, no está tan romantizado. Me consuela ver esta tendencia cambiante, y aunque el alcohol no ha supuesto para mí ninguna condena (pienso en auténticos alcohólicos que han tenido que batallar dicha bestia día a día: mi añorado Fernando Marías lo narró con valentía en Arde este libro), sí que me ha colocado en lugar extraño 
Pero, y a lo que venía al comienzo de este texto, dejé de beber por decisión propia. No me gusta ni me ha gustado nunca el alcohol, aunque lo he consumido con cierta normalidad. Aún hay quien se extraña/sorprende si les  explico que no, no bebo, pero basta que les diga que no me gusta para que entiendan. Y 

1 de agosto de 2023

Vacaciones de verano

 En casa las sacrosantas vacaciones siempre han sido en agosto, en parte porque era cuando mi padre mandaba de vacaciones a todo el personal en la empresa, en parte porque era mi (nuestro) cumpleaños. Desde los sempiternos veranos en Salobreña a mis descansos más recientes, es agosto el mes elegido. No concibo trabajar el día de mi cumpleaños, de modo que el 9 de agosto suele ser la fecha en torno a la cual planifico el parón.

En concreto, desde que trabajo en mi empresa suelo pedirme dos semanas en agosto, una que aprovecho para irme al pueblo con la familia, y otra para disfrutar de días de playa, no hacer nada y poco más. Da la casualidad de que en 2023 las Jornadas Mundiales de la Juventud se celebran en Lisboa, con lo que esto supone para quienes vivimos allí, por lo que no me lo pensé dos veces al hacer coincidir mi semana en el pueblo con esos días, y dejarme la segunda semana para irme a la playa, al pequeño oasis de paz en que se ha convertido para mí (nosotros) Foz do Arelho.

Así, tras unos meses de estrés extremo y mucha presión en el trabajo, necesitaba parar. La idea era estar en el pueblo a la fresca, en la planta baja de mis padres en lo que era el local comercial en su día. Hacer nada, o casi nada. Sólo tenía un plan: deshacer y rehacer la manta en la que trabajo desde que descubrí el crochet hace unos meses.

Claro que la vida tiene sus propios caminos, y en mi caso esa manta que iba a hacer con todo el relax del mundo se ha acabado convirtiendo en muchas cosas, pequeñas deudas que debía ir saldando antes de la semana de (ahora sí) descanso playero en Foz do Arelho:

- Relectura del libro que he revisado en los últimos meses. Aunque ya di por finiquitada la revisión, me comprometí a una lectura final de todo el libro para buscar cosas que se hayan podido escapar y acabar de darle coherencia a la corrección.

- Carta de recomendación de mi amigo Carlos, que está buscando trabajo y ha contado conmigo para dar feedback, No me debería llevar mucho tiempo, pero tengo que dedicarle una tarde o una mañana.

-Reescribir el proyecto de libro infantil en el que llevamos trabajando una década mi amiga Cristina y yo. Lo he dejado a propósito para esta semana porque cuando estoy en plena vorágine de trabajo siempre me resulta imposible dedicarle el tiempo que merece, y además necesito un pequeño proceso de documentación para los anexos. Al final requiere más tiempo y dedicación, sobre todo porque es un tema delicado y el libro pide una sensibilidad muy especial.

- Revisar Piel de Pollito, la novela infantil que terminé a principios de año para actualizarla un poco. Para ello he traído post-its de colores y bolis negro y rojo.

- Leer un par de libros que me he traído, Volver a cuándo y The year of magical thinking (este lo llevo posponiendo años y es una de las lecturas más importantes para la novela en que trabajar) para poder dedicarme a otros libros en la semana de playa.

A esto tengo que sumarle, como venía diciendo, lo de la manta, y otras dedicaciones que uno no puede asumir en el día a día: ordenar todo el contenido de mi disco duro, registrar las postales que he recibido de Postcrossing y escribir varias nuevas, tal vez redactar de una vez...

En fin, escribo esto un martes por la noche y el sábado ya vuelvo a Lisboa, donde seguramente fantasearé con estas dos semanas de vacaciones durante el año entero. Ojalá aprender a quitarnos fechas

31 de mayo de 2023

Stop

 Hace ya unos años que apenas paro por aquí. La inexorable muerte de los blogs, las responsabilidades de la vida adulta y las nuevas formas de exhibicionismo en redes sociales me han mantenido al margen de este rincón que comencé a construir hace tantos años.

Cuando comencé a escribir blogs era tremendamente feliz, como sólo se puede ser feliz desde la despreocupación de la inocencia. Acababa de mudarme a Granada y la vida estaba llena de ventanas. Escribir de cara al público, abrir las compuertas de lo que guardaba de piel adentro supuso un pequeño milagro: comunidad, literatura, confianza, oportunidades, amigos, un mundo que se expandía.

Pero las modas pasan y el mundo cambia. Hasta 2013 fui relativamente regular en esto del blog, aunque el volumen de textos había bajado considerablemente. Me atrapó la vida con todo lo que eso significa, y no era la vida que yo había previsto. Dejé de pasarme por aquí y era como si, a cada día que no escribiera en este espacio, me distinguiera más y más de quien había sido. Me volví sombra.

Basta comprobar mi escritura y el tono sombrío, casi reverencial de todo lo que he compartido aquí en la última década. Dejó de ser divertido jugar a los blogs, pero soy una criatura fiel.

Y, por si fuéramos pocos, parió la abuela, y parió en forma de IA. Desde hace unos meses la IA domina todas las conversaciones, todos los espacios, todas las artes. Y lo peor es que hay gente que le compra la idea: imagina que en la uni no hubieras tenido que escribir ni una redacción, que tu tesis la hubiera desarrollado una IA y te sacas un notable alto. Que podamos resucitar a Janis Joplin o Amy Winehouse, tan injusta y prematuramente desaparecidas para explotar su potencial carrera musical. Si de unos años atrás los creadores de contenido para plataformas ya se han visto coartados por el algoritmo que impone el ritmo, el giro de la trama, el necesario o no cliffhanger, ¿por què no dejar que el algoritmo sea quien cree contenido para consumo masivo e infinito? Si algo ha funcionado, ¿por qué no recrearlo ad nauseam? Justo coincide esta omnipresencia con la nueva huelga de guionistas de Hollywood, empujada precisamente porque las plataformas que los han estado ordeñando y coartando se niegan a pagarles proporcionalmente a los beneficios de sus creaciones; de pronto, se suma el miedo a las IA. ¿Van a sustituir los estudios a sus guionistas por la Gran Inteligencia Robótica? ¿Se viene un futuro de contenidos predecibles, fáciles de encadenar sin que molesten, sólo lo justo que haya calculado el algoritmo para que sigamos pensándonos rebeldes? ¿Qué espacio queda para películas y series que siempre han nadado a contracorriente? ¿Será la AI capaz de darnos una Six Feet Under, una Marvelous Mrs Maisel, una Incendies? Lo dudo mucho.

Pero este blog está plagado de mis escritos, así que he decidido eliminar todos los relatos que había publicado hasta ahora, una decisión que iba a considerar más difícil de lo que ha sido, sobre todo si tenemos en cuenta que fueron los blogs la plataforma donde hice callo en la escritura, pero esto de acuerdo con muchos otros escritores en que, y ya sé que no vale de nada, paso de que los robots copien mis escritos para moldear sus ficciones.

Al mismo tiempo he tomado otra decisión, no en relación directa a la de borrar los contenidos, pero sí vecina. He cerrado TODAS mis redes sociales. Sólo mantengo Linkedin (ya ves tú pa qué), aunque esta vez sí tengo Whatsapp. Sin embargo, es la primera vez que me quedo por completo sin la Santísima Trinidad (Twitter, Facebook e Instagram). Debo recordar aquí que hace 10 años, cuando llegué a Lisboa, lo hice sin Facebook (Instagram no tenía) ni Whatsapp, pero mantuve mi cuenta de Twitter como única ventana al mundo. Ahora que está llena de cuentas muertas y bots parece el momento idóneo, pero se me hace raro dejar un espacio donde he estado desde 2007, más o menos coincidiendo con el comienzo de mi Erasmus. Creía que llevaría mal el silencio virtual, pero no. He echado en falta estar enterado de cosas en la semana de elecciones, pero no he sentido ningún peso ni ansiedad por mi decisión, sino alivio. La idea es desintoxicarme un poco de todo esto, aprender a relativizarlo y tal vez en unos meses, cuando haya terminado la novela en la que trabajo y lo vea todo con cinismo, me decida a volver. De momento, necesito un tiempo de silencio, un STOP también por salud mental. Volver a preocuparme y pensar sólo en lo importante.
Ya veremos qué sale de aquí.

28 de febrero de 2023

Febrero

 No es mes de grandes avances, vuelvo a ser consciente de la vida. Me atasco en las lecturas, pero me salva un viaje a Porto (concierto mediante de Linda Martini). Me regocijo con la idea de volver en unos meses un fin de semana entero con el puro pretexto del goce, el zascandileo y la contemplación de la belleza en los cafés portuenses. Retomo en ese viaje las memorias de Fernán Gómez, me enroco en la lectura del comic recopilatorio de Spike. Veo mucho cine, eso sí, muy dispar, eso sí.


Escribo poco de la novela, pero avanzo algo; avanzo principalmente en el proceso de documentación para uno de los nudos dramáticos más importantes del libro, así que pronto podré avanzar en ese frente. Me comienzo a plantear escribir por temas, documentarme por temas con anterioridad e ir cerrando etapas del libro fuera de las escaletas habituales o estructura tradicional. En eso este libro también es distinto.

 Doy un último empujón para que Roc y Jofre tengan el regalo de cumpleaños a tiempo e improvido mi propia trama de Mortadelo y Filemón narrada. Puede ser el resultado uno de los trabajos de los que más orgulloso me siento en los últimos años.

Retomo, además, el proyecto de mi diario personal, uno que nadie jamás leerá, uno del que ahora sólo tú, que has llegado aquí, tienes conocimiento.

21 de enero de 2023

Un año después

 Despierto temprano, molesto por las ganas de mear. Ya más de dos años de lucha contra mi próstata y vejiga y cero avances. Vuelvo a la cama nervioso por la organización del día que se me viene encima. Miro un rato el móvil  y decido quedarme un rato más en la cama.

Despierto con Truman entre las piernas. Finalmente me levanto. Anoche acabé al fin Ordesa de Vilas. Le doy tres estrellas de cinco, me deja frío. Hace un año ya despertaba en esta cama de esta casa que aún no siento como un hogar. 

Considero que en estos doce meses he dado pequeños pasos hacia una vida mejor, pero no termina de llegar. He ascendido en la empresa, algo que -para sorpresa de nadie- no me ha hecho más feliz, aunque creo que en el fondo sí. También, sobre todo en los últimos meses, he decidido retomar la lectura y la escritura con mayor método.

La ansiedad me acecha desde fin de año y, por primera vez desde que recuerdo, no hay día que no la sienta. Sobrevivo a base de lorazepams. 

No, no publico, no gano premios literarios, pero he terminado una novela infantil y ya le estoy buscando hogar. También avanzo con la otra novela en la que trabajo. El objetivo es acabarla este año y empezar a moverla igual. Tengo, por otra parte, ya el germen de un nuevo libro que tomará el testigo de estos y mi regreso al terror puro. Además, ayer me puse en contacto con un editor para cositas. Lejos quedan los laureles de hace diez años, pero esta maratón no para nunca. Creo en mi persistencia como único instrumento de supervivencia.

No paso mis mejores momentos a nivel anímica, pero estoy identificando lo que me entristece tanto y tal vez sea el momento de actuar y no plantearme sueños de aquí a un año. No quiero que sean los días quienes decidan por mí. Quiero que cuando despierte este día de 2024 la vida sea más cómoda, más fácil, más tranquila.


a volarlo todo