18 de febrero de 2024

La casa de mis abuelos

Cumpleaños familiar en la cocina de mis abuelos

 Hoy he soñado con la casa de mis abuelos, que no piso hará al menos 14 años, calculo. También he soñado con mi tía Carmen, que murió en 2010. Es significativo que haya soñado con ella porque era su casa, pagada por ella para dejar atrás la casa antigua familiar donde habían vivido siempre mis abuelos, donde se crió mi madre, una de esas casas de pueblo donde olía a cal y a antiguo.

He soñado con la casa de mis abuelos, la nueva, la que reformó mi tía, y he soñado con ella de nuevo. A veces sueño con mi tía Carmen, a veces sueño y no está muerta y yo no siento ninguna pena por la pérdida. Cuando murió, recuerdo cargar su ataúd al entrar en la iglesia, ataúd que cargamos todos sus sobrinos, porque ella no tuvo hijos, pero fue madre. Recuerdo también romperme a llorar camino del cementerio, porque yo había hecho ese camino a pie con ella en innumerables paseos vespertinos donde la acompañaba a ella y a sus amigas. También recuerdo entrar en su casa, en la casa de mis abuelos siempre con su olor característico al poco de su muerte y fijarme en un servilletero y pensar que ella era la última persona que había repuesto las servilletas y fijarme en el calendario en la pared y pensar que ella había sido la última en ponerlo al día y ahora todo se había detenido. También recuerdo quedarme mirando las macetas en el patio, las macetas de mi abuela que con tanto esmero cuidaba, sus esparragueras verdes y frondosas, el olor de ese pequeño patio con su pila y azulejos y un techo por el que entraba la luz. Siempre me acuerdo de las macetas de mi abuela con un pellizco en el pecho y me pregunto si aún vivirá alguna de las mismas que ella plantó y regó y cuidó con tanto esmero y tan primorosamente.

Pero las herencias y las escisiones familiares.

Por eso no he vuelto a pisar esa casa en todos estos años, la cochera donde mis abuelos pasaban los veranos a la fresca con la puerta entreabierta, la chimenea en torno a la cual celebramos grandes momentos en familia, la terraza desde la que contemplábamos, privilegiados, los actos de Moros y Cristianos, los fuegos artificiales, desde donde alguna vez nos comimos las uvas, el pequeño cuarto arriba del todo donde mi tía Carmen planchaba o el dormitorio donde guardaba retazos de su vida, varias muñecas, algunos libros, su bandurria, objetos todos que me fascinaban y siempre me pregunto si seguirán ahí, de algún modo preservando quien ella fue.

Hoy he soñado con la casa de mis abuelos, y en las paredes había, en lugar del gotelé blanco, esos pequeños azulejos de cuadritos homogéneos en un tono aguamarina. Luego, un salón completamente nuevo donde antes no había nada, un pasillo si acaso. En el sueño pensaba que el salón estaba hecho con buen gusto, pero a la vez sentía una especie de traición. Esa no era la casa de mis abuelos. Ahí es donde mi tía Carmen justificaba que hubieran hecho con la casa lo que quisieran, que por algo era ahora suya, que había quedado bien. Yo me fijaba entonces en varias macetas de ese salón nuevo y pensaba si serían las mismas que cuidaba mi abuela, las mismas que me han obsesionado todos estos años.

Pero en el fondo sabía que no era así. Y mi tía Carmen, pese a todo, aún vivía.

La casa de mis abuelos en Google Street

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