7 de noviembre de 2023

Por mis diez años en Lisboa

 


Quien me conozca sabrá de la revolución vital que supuso para mí noviembre de 2013: todo un comienzo desde cero que me gusta recordar, para bien o para mal, cada año. Así, en 2016 y en 2022 escribí sendos textos que resumen mi experiencia lisboeta hasta la fecha. Por vez primera los releo este 2023 con la distancia que pone el tiempo y la mirada limpia y me resulta curioso analizarlos lado a lado, con los matices que dan los años que los separan y la propia experiencia vital, más amarga cada día. Mis primeros años en Lisboa lo veía todo con cierta bohemia, hasta un punto de exotismo; lo idealicé un poco porque la vida, hasta cierto punto, se podía idealizar. Luego llegó esa vida, un trabajo, una vida familiar, una rutina que me arrollaron y me convirtieron en otra persona. Más amargo, sí, más político, pero creo que en el fondo, sea por la literatura o la creatividad, mantuve cierto romanticismo. Paso a compartir ambas reflexiones, e insisto: 10 años después, he sobrevivido. 



2016

ANIVERSÁRIOS
Hoy, hace justo hoy 3 años, me planté en Lisboa con una maleta llena de monstruos y la necesidad física de desaparecer en una ciudad nueva, limpia de recuerdos y rostros conocidos. Nada más llegar se quedó muerto el taxi de camino a casa y tuve que luchar con los adoquines, malditos benditos adoquines lusos, para desplazar apenas unos metros la maleta reventada y la bolsa de viaje hasta los topes. Llegué a la casa más extraña donde he vivido con un nudo en el estómago y dos años de Madrid desbordándoseme por los ojos, pero nadie abría. Ya dentro, mi ordenador se negaba a conectarse a Internet y borré whatsapp del móvil y me sumí en una especie de catatonia que me duró un fin de semana. No sabía decir nada, el portugués me sumió en un silencio de siglos que me hizo taciturno y tímido, más frágil de lo que me gustaría admitir. Miro atrás y no reconozco al joven soñador que logró dejarlo todo para lanzarse a la nada, porque es otro.
Aún se me hace raro reconocer que ya he vivido más en Lisboa que en Madrid, como se me hace imposible adivinar el futuro a la vuelta de la esquina. Lisboa no sé qué hizo por mí ni qué he hecho yo por ella, pero si hay algo imposible de imaginar para este triste juntaletras es la vida sin siete colinas, sin un amago de mar que se queda en río, sin los malditos benditos adoquines, las bicas y los pastéis, sin el pérfido Diogo Alves y Belém y Sintra a tiro de piedra, sin Adília y Filipa, sin el fado y las marchas, la vida sin pão de Deus, sin las plazas, los kioscos del café, el Bairro Alto y Alfama, los miradouros, la luz, JODER LA LUZ, sin las decenas de amigos que han venido a visitarme, sin el árbol mágico de Principe Real o el descaro hisptérico de LX Factory, sin toda tu precariedad y la mugre en las calles, sin Gulbenkian y Monsanto de fondo, sin el acueducto y las Amoreiras, Lisboa sin terremotos ni turistas, la vida sin polvo à lagareiro o sardinhas.
Y me vais a permitir que me ponga tonto, pero hay otra Lisboa sobre la que aún no puedo escribir, la que me obligó a traer a Truman en una bolsa, la de tanto, tanto llanto, la de (des)encuentros terminales y gente inesperada, la Lisboa que está bajo la piel, o en las costillas, o en cualquier otro lugar común melodramático, la Lisboa donde he sido (o no) feliz, donde no cabe otro libro en los estantes, donde no-pertenecer, pero ser parte, queda otra Lisboa a la que nada de lo que yo diga haría justicia, porque la vida tiene de maravillosa lo que tiene de injusta, y no sé si soy más de Pessoa o Saramago, pero he aprendido que los portugueses son más de Camões, por eso prefiero no nombrar esa Lisboa y dejarla callar.
O que hable, para el caso, Adília Lopes:
Cidade branca
semeada
de pedras
Cidade azul
semeada
de céu
Cidade negra
como um beco
Cidade desabitada
como um armazém
Cidade lilás
semeada
de jacarandás
Cidade dourada
semeada
de igrejas
Cidade prateada
semeada
de Tejo
Cidade que se degrada
cidade que acaba



2022
Hoy, justo hoy, hace 9 años llegué a Lisboa roto y perdido, lleno de sueños y con un libro revoloteando en la cabeza.
Llegué a mediodía y esa misma tarde ya aproveché para mi primera exploración como residente del centro histórico. Vivía en la parte más baja de una colina e ir al centro suponía siempre una tortura (y un aliciente para mis glúteos). A veces, esos primeros días rondaba el Bairro Alto y tomaba algo aquí y allí. Ahora no salgo de casa, el Bairro Alto me queda lejos y salir parece una quimera.
Me sorprendían los comercios antiguos frente a cuyos escaparates me detenía, soñador, antes de que el turismo y la gentrificación transformaran barrios enteros en parques de atracciones para expats y otras mierdas que pare el capitalismo más salvaje.
Pagaba algo así como 215 euros por una habitación en una semiplanta, suelo de madera, donde vivía con extraños en extrañas circunstancias. Persistí, aún era duro y era valiente. Hoy observo alrededor y contemplo las estanterías llenas de libros, las plantas y regalos de amigos que han ido conformando un hogar en mi barrio, Campolide, otrora local de andanzas del pérfido Diogo Alves.
Me creía bohemio y algo maldito por vivir en la decadente Lisboa; ahora estoy maldito, aún hay días en que me prometo salir y contemplar a la ciudad como se contempla a un desconocido: con intriga, con deseo, con cierta suspicacia, y sigo siendo aquel joven bohemio y maldito al que Lisboa le ofrece una magia antigua.
Creo que la única palabra que chapurreaba aquel 8 de noviembre de 2013 era "obrigado". Ahora sé bromear, sé insultar, sé hacer terapia y desear en esta lengua que me suena preciosa a pesar de las medias palabras que se quedan por salir y los fonemas tramposos que se gastan en Portugal. Amo los sonidos de una lengua como jamás podría amar un país.
Hay mucho que desconozco del día a día de esta ciudad y Portugal; mi despiste me previene de perder el tiempo en las banalidades que comparte la gente que vive en mi calle, en mi barrio, mi ciudad, pero afilo mi conciencia social y política sin medias tintas (fascismo nunca mais SEMPRE).
Llegué a Lisboa solo, si acaso con un puñado de fantasmas que tardaron en desaparecer, al poco traje a Truman, hice familia (la familia elegida, los cuidados cercanos), amigos, no tantos, pocos, apenas, soy un misántropo, maldito sea, me digo a mí mismo, porque llegué solo a Lisboa, me digo. Uno, a pesar de todo, siempre está solo.
He recibido con los brazos abiertos y el corazón expectante a amigos y familia, y más amigos y más visitas, y a conocidos, amigos de amigos, porque siempre hay alguien que viene a Lisboa, y no hay forma más pura de estar agradecido que sentarme en una tasca tras un día de zascandilear por las colinas de Lisboa y compartir una bifana o in pastel de nata.
Nueve años después, escribo una novela, (otra) que me salve la vida, y esa novela es Lisboa y soy yo y la vida que quise y la vida que detesto, todo en un libro que habrá de llegar (espero) a desbordarlo todo, y en esas páginas habitan toda la precariedad, la contradicción de quien decidió dejarlo todo para empezar de cero, la sangre yerma, las mil posibilidades que ofrece Lisboa, su comida plato a plato, su parte conocida (el fado, los azulejos, los miradores) y el revés oculto (las ratas por las calles, las aceras levantadas, los barrios que nos obligamos a no mirar), habitan en ella el sueño europeo devorado por un call center gigantesco, los affairs secretos que ofrecen las capitales, las películas, las despedidas, la no pertenencia, el café, Pessoa, los jardines y parques, los sindicatos, la soledad y el frío en interiores, el bacalao, la Web Summit, el humo del tabaco en todos los locales, la extrañeza del lenguaje, un Jose de veintiséis años, el Gran Terremoto que nunca se detiene.
Felicidades, Lisboa, hemos sobrevivido.

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