6 de noviembre de 2023

Por qué dejé de beber



Partamos de una aclaración, porque el título da a entender que soy un alcohólico rehabilitado y no. Jamás he bebido de forma habitual, ni siquiera en contextos aceptados como con la comida o de fiesta. Sin embargo, durante unos años sí que fui un bebedor social que tuve momentos de borrachera épica, ocasiones que puedo contar con los dedos de la mano y adelante listaré. Lo cierto es que llevo ya en torno a 6 o 7 años sin beber (hay trampa).
Llegado un día, no recuerdo que fuera especial o viviera una epifanía, decidí dejar de beber por completo. Abandonar para siempre la cerveza o el vino, más aún las copas, y refugiarme en mis refrescos azucarados. Fue, dadas las circunstancias, fácil. No ha habido un solo día desde entonces en que haya añorado beber alcohol. Tampoco se me ha cuestionado o presionado en mi entorno social y familiar (más allá de una cena de Nochebuena o Nochevieja donde se siguen preguntando por qué no acepto una mísera copa de vino).
Creo que no he sido precoz en nada en la vida salvo la lectura. Fui el primero de la clase en terminar la cartilla Micho en párvulos para aprender a leer, y desde niño me he rodeado de libros y cuadernos, lugar seguro al que vuelvo a diario. La vida en un pueblo es una vida tranquila, y al menos en los noventa los menores gozaban de una libertad cada vez más escasa. Fui muy crío hasta muy tarde, mi interés por la lectura me abrió las puertas a otros intereses culturales, a la escritura. Poco a poco, mi tiempo libre fue llevándome por los derroteros de la creación. Recuerdo largas tardes leyendo, leyendo, leyendo, imaginando historias, visitando la biblioteca, fines de semana en casa. A esa edad temprana a la que algunos compañeros comenzaban a explorar la adolescencia (hablo de once, doce años: en los pueblos todo sucede más rápido) los fines de semana, para mí seguían siendo momento de juego. Salía a cenar con mis hermanos, a lo mejor quedábamos con amigos a no hacer nada, o, más tarde, cuando La 2 se convirtió en otro refugio, los sábados me bebía aquellos ciclos de cine independiente y/o europeo o, más adelante, las primeras temporadas de A dos metros bajo tierra (que acaba de llegar a Netflix, dicho sea de paso).
Mis compañeros y compañeras salían, iban a pubs, hacían botellones. Recuerdo que nunca me gustó el sabor del alcohol. Por aquel entonces, cuando salía, recuerdo tomar esos mejunjes dulces, azucarados que mi paladar toleraba: mangaroca con batido de chocolate, lima con vodka, blue tropic, piña con malibú... Pero me tomaba una de esas y ya. Hasta ahí mi experiencia con el alcohol.
Ya de lleno en la adolescencia, cuando llegó el instituto y tomamos caminos divergentes mis hermanos y yo, recuerdo abrazar la soledad, refugiarme en mis obsesiones (fantasmas que aún me acompañan), poner distancia entre mi vida y el acto social. Como en mi casa jamás se normalizó el consumo de alcohol más que en ocasiones celebratorias (o la cerveza/vino con la comida, como en cualquier hogar), tampoco me vi arrojado a estos néctares durante la adolescencia. Para mí, beber seguía siendo algo extremadamente adulto, y yo era un crío. Incluso en verano, en Salobreña, no nos acompañábamos por amigas que bebieran y tratábamos (ahora lo sé) de ser peterpanes que perpetuaran los restos de la infancia. Con todo, ya abrimos la puerta a Sandevid y otros inventos del estilo.
Fueron la vida independiente, los 18, la universidad, el punto de inflexión. Los primeros amigos eran como yo: bebían poco si bebían, cuando salíamos a tapear por Granada era lo normal un tinto de verano o una Coca-cola. Creo que fue por esa altura cuando más Coca-cola consumía: a litros, y no me afectaba al sueño, al estado de ánimo o a la salud. Ahí ya sí empecé a hacer botellón y a beber en contexto de fiesta: Cacique principalmente, si mal no recuerdo, pero también cerveza, tinto de verano, cosas baratas.
Hago aquí un inciso sobre las borracheras de las que hablé antes, contadas y repartidas en el tiempo.
  1. Mi primera borrachera memorable fue un poco tonta. Se acercaba fin de 1º de carrera, quedamos un grupo de la facultad a beber, pero nada más allá de lo normal. Nos despedimos para vernos ese mismo día más tarde. Recuerdo llegar a casa bien, bien perjudicado, digo, porque caí directo en la cama y fue cuando todo empezó a darme vueltas. Incapaz de mantener la cabeza anclada me arrastré al cuarto de baño a vomitar. Me senté primero en el váter, no sabía bien si necesitaba vaciarme por arriba o por abajo, y fue mala idea, porque me dejé resbalar al suelo y ahí, abrazado a la taza y con los calzoncillos por los tobillos me encontró mi hermano al volver a casa, en un estado lamentable, y me cogió en brazos y me acostó. Dormí hasta pasarla, no recuerdo quedar esa noche con mis amigos. En los años sucesivos, mi principal ingesta alcohólica se daba en un pub irlandés, el Hannigan's, donde todos los lunes íbamos a competir y a beber Guinness en mi caso, y cuyo premio eran cócteles gratis (la noche que ganamos sí recuerdo acabar bastante borracho, pero sin perder los papeles).
  2. Mi segunda y épica borrachera fue de Erasmus, en 3º de carrera, donde ya había normalizado perfectamente beber en cada fiesta. Esa noche comenzamos la celebración en nuestra casa de Swansea. Recuerdo que solíamos comprar vodka marca blanca de Tesco, porque no daba resaca. Después de juntarnos a beber en casa, esa noche, de forma excepcional, decidimos ir a una discoteca que había en el campus. Habíamos mezclado el resto del vodka en la botella con el resto de refresco de limón. Ya en la fila para entrar tuvimos que hacer el sacrificio de beberla del tirón, nos recuerdo en concreto a mi amiga María y a mí hasta vaciarla. Nada más entrar, alguien pidió chupitos de tequila. No sé si tomé uno o dos, y empecé a sentirme mal hasta el punto de que mis amigos me tumbaron en un banco de la discoteca. Ya tumbado, de nuevo la sensación de que el mundo giraba y yo no podía echar el ancla. En una de estas, supe que iba a vomitar y vomité. Justo en ese momento, mientras vomitaba (no mucho, un poco) tumbado pasó ante mí una camarera y nuestras miradas se cruzaron. Aunque me sentí mejor enseguida, en unos minutos vino uno de los seguratas de la discoteca a sacarme sin posibilidad de recoger mis cosas o despedirme de mis amigos. Pero esa es otra historia.
  3. Pasaron bastantes años en que, tras mi shock con el tequila, decidí ser más prudente con la bebida. Al poco de mudarme a Madrid hice un par de viajes a Lisboa. En ambos, con amigos queridos, bebí más de lo que mi organismo toleraba. En la primera noche no pasó de ahí; dormí la mona ricamente. La segunda vez, también obnubilado por cuanto bebí y fumé en Bairro Alto, acabé abrazado a un desconocido hasta que nos separamos (mi amigo Javi, mientras tanto, no paraba de señalarme y descojonarse. Entonces me dio el backout, me dejé caer en el suelo (calculo que frente a la Igreja dos Italianos o en el Largo de Camões, aunque bien pudo ser en São Roque o São Pedro de Alcântara) y sólo quería dormir. Me tuvieron que levantar y llevar en brazos al hostel. Más allá del bochornoso espectáculo, fue una de mis peores resacas (estaba quemado por el sol de la playa portuguesa, estreñido y medio moribundo por la noche anterior).
  4. En 2014, aún en Madrid, cuando quedaba con amigos o mi ex bebíamos cerveza, porque era lo más barato. Bebíamos en casa, a veces en bares de Malasaña. Fumábamos. Entonces, una reunión escolar: mi clase del pueblo se reunía, ya con 25 años, en una cena. Tras la cena llegaron las copas en el mío (un gin tonic mío y otro de una amiga que se tenía que ir), y tras el restaurante acabamos en un pub, y luego en otro, y cada vez que tenía la mano libre mi hermano me colocaba otro gin tonic que yo bebía displicentemente. Nos dio el nuevo día, y al volver a casa, bastante perjudicado, pero estable, me dirigí directo a la cama. Vomité en la cama toda la cena de la noche anterior y todo el alcohol ingerido. Me recuerdo malísimo, sin duda mi peor resaca.
  5. Casi un año más tarde, ya instalado en Lisboa, mis primeros meses en la ciudad a veces me gustaba callejear y visitar el Bairro Alto de noche, porque para mí era sinónimo de peligrofiesta y libertad. En la visita de un amigo acabamos ahí, en uno de los bares de Bairro Alto, aunque llegamos tarde y todo cerraba, así que compramos uno de esos litros lleno de un cóctel cualquiera con vodka o veneno para el camino mientras bajábamos a Pink Street con unas españolas que conocimos en la calle. Ya en Cais seguimos bebiendo cerveza en distintos bares, tratando de entrar en un local con aire algo clandestino sin éxito y, por último, entrando en una discoteca (ahora que lo pienso esa es la única vez que he estado en una discoteca en Lisboa). En la discoteca sólo recuerdo flashes: bajar al baño atravesando una sala con billares, tratar de brindar con todo el mundo botellín en mano y buscar a mi amigo entre la muchedumbre. Más tarde, un taxi, el impulso inaguantable de vomitar en el taxi y que nos echaran. Ya en la calle, caer al suelo redondo. Desperté completamente desorientado y sin recuerdo de media noche, algo que nunca me había pasado y jamás me ha vuelto a pasar.
No dejé de beber entonces, ni mucho menos. Durante los siguientes tres, cuatro años consumía alcohol en eventos sociales, alguna vez después de trabajar cuando teníamos visita del cliente porque invitaban (lo normalizado que está el consumo de alcohol en ambientes laborales), en cenas y fiestas en casa. Entonces, y creo recordar que fue bastante súbito, decidí no beber más.
Me puse firme conmigo mismo y me di cuenta de que no disfrutaba el sabor del vino y la cerveza, que era más un rito de paso que algo que hiciera convencido. Por honestidad, porque ya venía dándome cuenta de que no me gustaba cómo me hacía sentir el alcohol, corté el grifo. De pronto no pedía una sidra al salir, no regaba los encuentros con cerveza, no brindaba con los amigos a quienes ofrecía una copa cuando venían a casa, porque en mi casa hay mueble bar. Las botellas de vino traídas por visitas a cenas y estancias permanecían año tras año aguardando a alguien que diera buena cuenta de ellas.
Miento si digo que no he vuelto a probar el alcohol. Alguna vez, si me apetece, bebo una sidra (más por el sabor que por otra cosa) o una amarguinha (típico licor portugués de almendra servido con hielo y limón), pero son las únicas excepciones que me permito. He intentado ser algo gourmet y acompañar alguna comida de una copa de vino, pero el efecto es curioso: me pongo rojo enseguida, como si el alcohol me provocara reacción en el organismo. He llegado a preguntarme si tengo algún tipo de alergia al etilo.
Creo que hay cada vez más gente que toma la misma decisión que yo, que en las nuevas generaciones el consumo de alcohol, como de tabaco, no está tan romantizado. Me consuela ver esta tendencia cambiante, y aunque el alcohol no ha supuesto para mí ninguna condena (pienso en auténticos alcohólicos que han tenido que batallar dicha bestia día a día: mi añorado Fernando Marías lo narró con valentía en Arde este libro), sí que me ha colocado en lugar extraño 
Pero, y a lo que venía al comienzo de este texto, dejé de beber por decisión propia. No me gusta ni me ha gustado nunca el alcohol, aunque lo he consumido con cierta normalidad. Aún hay quien se extraña/sorprende si les  explico que no, no bebo, pero basta que les diga que no me gusta para que entiendan. Y 

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