17 de abril de 2008

A las sonrisas eternas



Se desgració su sonrisa. Desde la muerte de Paulo, nunca volvió a ser la misma, nunca volvieron a ser las mismas ni ella, ni su sonrisa. Tenía un toque amargo. Siempre surgía de medio lado, como sin ganas o con vergüenza o sin decencia. No enseñaba los dientes apenas, tal vez el filo de la paleta blanco como la cal viva. Y los labios se recogían hacia dentro para dejar de ser eróticos. Tenía 23 cuando me enteré de que las sonrisas pueden cambiar, de que las personas hacen más en los rasgos humanos que los porcentajes perdidos de genes inútiles. Por eso la sonrisa de Amelia no era como la de su madre o la de su difunto padre, sino que la había heredado de Paulo. Lo mismo la heredó a través de los besos. Tal vez las sonrisas se contagien, y las bocas de ambos encajaban y se necesitaban. Por eso la sonrisa de Amelia empecé a añorar los labios secos y casi purpúreos de Paulo y se torció porque no encontraba nada en lo que apoyarse. Por eso yo la hago sonreír, aunque no sonría como lo hacía con Paulo, pero hay ocasiones en las que creo que lo logro y sus labios dibujan media luna. Tal vez se deba a lo que queda en mí de los labios de Paulo. De sus besos. A mí nadie me dibujará la sonrisa.

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