Anteriormente, en A Road Novella...
-Nada de jazz.
Stella me recibió así en su casa, aunque no
enseguida, qué va, sino a los cinco días de llegar a Amsterdam, cuando
llevábamos tres sin saber de Svetl y Anna y yo nos moríamos de hambre. Sin
lugar a dudas, la decisión de mudarnos con ellos respondía a la necesidad de
supervivencia más que a cualquier otro asunto.
Sin embargo, cuando llegué con los vinilos
de Miles Davies y Chet Baker que había encontrado en la basura dos días antes,
me dijo que en su casa no entraba el jazz. “Bastante tuvimos con mi padre, qué
dolor de hombre”. Stella ni se llamaba Stella, ni era guiri. Era ni más ni
menos que del Palo, Málaga Capital, y se llamaba Trini. Cómo había dado a parar
a Amsterdam a sus cincuenta y se me antojó un misterio. Apilé los vinilos de
jazz tras el colchón que compartiríamos en aquel piso infecto, donde no
estábamos solos. El compañero de piso de Stella era un joven misterioso y
delgado como el papel que se llamaba Ennis.
Ennis parecía tener sólo pelo, rizado y
revuelto como el de Bunbury o Dylan. Vestía una camiseta blanca que le quedaba
ancha como a un espantapájaros azotado por el viento, su esternón, sus
costillas bajo la tela. Según Stella, apenas comía; tampoco hablaba mucho, y
cuando lo hacía era a través de monosílabos. Cierto es que, mientras nosotros
comíamos, devorábamos nuestros platos, él se limitaba a mirar o a leer. Leía
todo el tiempo, y leía libros difíciles. Los tenía en los rincones del salón,
amontonados, libros de Proust unos sobre otros, libros de Joyce, el Quijote…
-Tú ni caso –me había dicho Stella. –Está con
una Biblia de uno americano, un tostón que no hay manera de leérselo.
Ahí estaba el libro, sobre el brazo del sofá,
tumbado sobre el lomo, The Infinite Quest,
David Foster Wallace. Ennis lo miraba siempre de refilón, como si sospechara de
él o se reprocharan algo el uno al otro, y creo que nunca lo vi leerlo, abrirlo
siquiera.
-Necesito tiempo –se excusaba siempre, y yo
pensaba que el pobre sólo necesitaba una dieta rica en proteínas y grasas.
Ennis dormía en el
sofá, aunque sospeché que antes de mi llegada compartía cama con Stella, lugar
que ahora ocupaba yo. No es que hiciéramos nada raro, ni dormíamos abrazados ni
follábamos, no, ella siempre me respetaba, y a veces, cuando se metía, me
pinchaba en el muslo a mí y juro que en esos momentos sólo podía sentir
agradecimiento y alivio. Me alegraba que Anna estuviera en el piso de al lado,
ya que Paulo la cuidaba en mi lugar, aunque ella fuera a ser la madre de mi
hijo. Me alegraba sobre todo que no me viera drogado, con la mirada perdida
durante horas en la pared amarillenta.
Aquella noche, mientras Anna y Paulo yacían
juntos en su colchón de noventa y Stella experimentaba un viaje intensísimo, me
despertaron los gritos y golpes. El Casio marcaba las cuatro y media, y me
sentí más despierto de lo habitual, sobre todo si tenía en cuenta la hora.
Primero pensé en Anna y su vientre, aunque pronto advertí que los gritos de mujer
llegaban del techo. En el piso de arriba vivían varias familias brasileñas y
dominicanas, aunque en realidad no se podía decir que nadie viviera ahí, ya que
en aquel piso patera todos estaban de paso. Presté atención y me mareé un poco
al oír los chillidos de pavor de la mujer. Imaginé al tipo, un bruto alto y
moreno, golpeando la puerta en calzoncillos, tal vez con cualquier objeto
doméstico a mano para los azotes: una cuchara de palo, un zapato, un colador,
un jarrón de plástico.
Me levanté con cuidado de no despertar a
Stella, como si algo hubiese podido despertarla, y por pocas perdí el
equilibrio. Me di cuenta del ritmo constante de los golpes, como el compás de
una partitura que completaban los gritos de ella. Los insultos de ambos. Tenían
una cadencia suave, ese horror parecía el jazz de los primeros beatniks, ésa
fue la imagen que me vino a la cabeza, la de un círculo de hombres y mujeres
medio desnudos, drogados, con timbales, con alaridos y verborrea
incomprensible. Salí al salón, donde una luz blanca lo iluminaba todo. Ahí
inclinado, con medio cuerpo dentro del frigorífico, Ennis rebuscaba entre la
escasa comida. Sacó una botella de yogur líquido y bebió. Entonces me vio y
descubrí que en la otra mano asía el libro gordo del sofá, cerrado, como
un ladrillo. Sonrió como un cadáver, me
tendió la botella. Bebí como un ternero recién nacido.
Ennis eructó.
Me fui a dormir.
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