31 de agosto de 2011

A la sombra de un león

Anteriormente, en A road novella...
Conduje a ratos yo, y a ratos conducía ella. Conducíamos alucinados y sólo pasaban por nuestro lado carteles con nombres de pueblos y ciudades que no paramos a leer: podría habernos llevado la carretera a la misma Boca del Infierno y no nos habríamos detenido. Era como bastante obvio todo: dejar atrás todo, nuestras vidas, nuestros pasados, nuestros muertos. Anna se había tatuado el nombre de su amada Helena en el omóplato con letra menuda y fina que imitaba a una máquina de escribir. A veces, inconscientemente, se pasaba la mano sobre las letras como si fuera el último vestigio para no olvidarla. Casi no hablaba de ella. En sueños, casi no dejaba de hablar con ella.
Pasamos por Madrid de forma tangencial, rodeando la masa de arterias de cemento y alquitrán, y cuando nos acercábamos a Toledo insistió en cruzar Madrid, en atravesar su corazón como una aguja en la lana. Di la vuelta y accedí. Cuando pasamos con el coche junto a la Cibeles creía que todos nos observaban, que todos se fijaban en la extraña pareja que cruzaba la capital en un descapotable. Anna se levantó, se puso de pie en el coche, se levantó la camiseta hasta cubrirse la cabeza y mostrar el pecho firme y acusador. Pisé el acelerador y dimos cuatro vueltas más a la rotonda con la risa amortiguada por la licra azul de la camiseta. Éramos felices.
Entonces, se sentó y su cuerpo cayó al asiento como un tronco muerto, como un cubo de agua helada que se desparramara por todas partes.
-Llévame a casa -pidió entre sollozos.
-Enseguida.
-¿Sabes qué? Tengo un récord Guiness...
-Sorpréndeme.
-Soy la persona que más besos le ha dado a la Cibeles. Tiene los labios ásperos porque apenas la han besado. Antes, siempre que pasaba por aquí cruzaba la calle y escalaba hasta abrazarme a la diosa y besarla. Me costó al menos diez o veinte noches en un calabozo. ¿Has estado alguna vez en un calabozo?
Me sentí tentado a mentirle, a inventar una gesta estúpida que podría haberme hecho acabar en un calabozo. Correr desnudo por la calle, mear en el balcón, lanzarme por Recogidas en un carrito del Corte Inglés con la calle atestada de tráfico... pero nada me parecía lo suficientemente genial para Anna. Nada estaba a su altura. Por eso, cuando le dije que no, no me extrañó que respondiera que yo era un aburrido.

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