17 de noviembre de 2017

Preludio del frio (escrito hace 2 semanas)

Tienen los indios que regentan el café junto a casa las luces de Navidad ya inundándolo todo de verde fosforescente con su titilar constante. Cada vez que bajo a Truman al descampado junto a casa, es ver las luces y pienso “Coño, se adelantan al Corte Inglés”. Al Cortinglés, que escribía Vázquez, y al frío. La semana pasada, 35º y mañana domingo, 30º al menos aquí en Lisboa. Con lo que me gusta a mí el frío, me digo, voy a adelantarme yo también, a ver si de tanto nombrarlo es verdad que se viene el invierno, o lo que queda de otoño hace honor a su nombre.
Digo que me encanta el frío porque a mí agosto se me hace angosto: me siento aplatanao, como una lapa sobre la baldosa buscando un resquicio de fresco. Además, no sé por qué, desde unos años atrás me trae muchos más recuerdos la temporada fría que el estío, supongo en parte por lo que tiene de cambio de ciclo y de renovación.
Hará esta Navidad un año que no piso el pueblo. Las circunstancias (entiéndase por circunstancias bodas y precariedad) me han llevado a pasar la mayoría del año en Lisboa, y las escapadas puntuales a España se han debido a compromisos ineludibles. En cualquier caso, detesto el pueblo en verano, lleno de gente (recordemos: misantropía recalcitrante) y con el maldito calor, la luz por todas partes. Además, el verano en el pueblo me trae recuerdos devastadores. Hay una serie de lugares que he intoxicado desde la memoria, y ciertas estaciones. Hay, además, una estación de tren que siempre me romperá el corazón.
Por eso, regresar a casa con el frío es recordar a otro tiempo, a una intimidad, comunión entre sus calles y yo. Por lo general, cuando llego a Bélmez en otoño-invierno, casi cae la tarde. A veces, además, cuando coincide con la campaña de la aceituna, las calles permanecen desiertas, los jornaleros en el campo o la cooperativa (la almazara del pueblo). Por suerte o por desgracia, mi pueblo cambia poco. Algún negocio que no prosperó y ahora gestiona otro pequeño empresario, algún parche en el pavimentado de una calle o la renovación del mobiliario público, pero puedo afirmar y afirmo que mi pueblo guarda la misma esencia que hace 30 años, cuando nací, porque en los pueblos de sierra andaluces poco cambia.

Y así me gusta llegar a la plaza central en autobús, que maniobre hasta dejarme subir mi calle, el aire frío en los pulmones, la pequeña cuesta del paseo que alberga mi hogar. Y los chiquillos, con suerte el rumor del agua bajo los pies (como Derry, el corazón de Bélmez de la Moraleda está atravesado por un barranco subterráneo), algún vecino que saluda y miras con extrañeza (te mira como a un forastero, con tu barba de meses y boina inglesa). Te llega el olor a lumbre, a las chimeneas que coronan el pueblo, te arrastras deslomado, como cuando hace quince años volvías del instituto, pero ya no tienes llaves (una morada, una verde y otra plateada para diferenciarlas de
la azul y roja de tu hermano). Vives frente a la nueva biblioteca, frente al remozado Parque de la Cultura, el frío te pica la cara, pero el pecho te palpita salvaje. Y te adentras en lo conocido, la cérvix familiar, el olor a casa. El dormitorio huele a cerrado, abres la ventana, la persiana, que el frío lo inunde todo. Lo sueltas todo, saludas la primera a Blanquita, te desplomas en un sillón, en un sofá. Buscas la lumbre. Restauras el wifi en el portátil.Bem-vindo.
Me gustan esos inviernos de tardes oscuras, de olor a lumbre y a sierra. Sí, de asomarse a la terraza y oler la sierra fría. Me gustan las tardes  de brasero que quema las piernas con las brasas encendidas, de perros acurrucados contra mí. No sé por qué me recuerda la época al sabor del tueste con miel (tueste es como siempre se han llamado las palomitas en casa), a los caquis, sabor de la tierra, a la lluvia. Me gusta volver a Mágina con el mal tiempo, en plena tormenta, cuando aún nos sorprende un apagón y hay que sacar las velas de los cajones, cuando las sábanas de franela y las mantas más pesadas. Así es cuando me gusta mi pueblo, cuando me parece su mejor versión, con el frío helado, las ramas de los árboles danzando frente a mi casa, el iluminado navideño mortecino, ocre, las carreras de los valientes que juegan sin reparar en la caída mortal que los acecha bajo la superficie. Me gusta la nieve en la sierra, el fuego en la lumbre, el olor del chorizo secándose y la leña de olivo partida por mi padre. Me gusta no cruzarme más que con quiera cruzarme inevitablemente, porque en los pueblos pequeños, Dios nos libre, no existen las casualidades.

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