14 de agosto de 2021

Publicación: "Algo que escapa a toda lógica"

Hace poco hablaba en este blog de las buenas noticias que traía el año: me proclamaban ganador del Quinto Concurso Historias Pulp: El exorcista.

La principal alegría para mí era el reconocimiento a mi trabajo y una nueva publicación que vería la luz tanto en digital como en papel. A espera de que me llegue el monográfico impreso, me gustaría compartir el enlace de descarga por si alguien quiere leer mi terrorífico relato. Tras el comienzo que comparto a continuación, basta con hacer click en la imagen para descargar el pdf (mi participación, a partir de la página 315).

Algo que escapa a toda lógica

Susan Glover entró en la clínica como siempre, con ese gesto tan característico suyo de descolgarse el bolso de un hombro mientras se colocaba la bata de médico en el brazo contrario. Laura le aplaudió desde admisión.

—Menos guasa —dijo la doctora.

—Hay apuestas por aquí —avisó la chica. —Alguien, y no confesaré de quién se trata, dice que un día te colocarás la bata por encima del bolso y entrarás así a planta.

—Dile a Deon que cualquier día le corto el grifo, y adiós Enantyum.

Subió por las escaleras. No le gustaba perder tiempo frente a un ascensor a menudo saturado de enfermos, familiares y personal de la clínica. Se cruzó con dos jóvenes enfermeras que cuchicheaban entre sí, pero apenas fue capaz de distinguir lo que decían, sólo “Sí, sí, la actriz” y “Mi madre no se lo va a creer”. Ya en su planta, pasó por su despacho sin detenerse siquiera y se encaminó hacia el puesto de enfermería. Deon la observó con sorpresa y le llamó la atención, pero ella no le dio tiempo a decirle nada. Llegaba media hora tarde, y no le gustaba. 

—Susa… —llegó la voz de Deon a su espalda.

Había alguien en el pasillo donde sólo se permitía personal hospitalario. Susan se acercó a la anciana que aguardaba en la puerta con una bolsa de papel entre las manos.

—Señora Conroy, no puede estar aquí.

—Buenos días, doctora —dijo la mujer con una sonrisa tierna. Todo en la señora Conroy desprendía ternura, desde sus ojos verdes y cansados a su pelo como algodón recogido en un moño bajo o su ropa anticuada, la chaqueta de punto granate y la falda de cuadros hasta los tobillos. —Lo siento, pero esta noche David me ha hecho una visita.

—David está en coma, eso es imp…

—En sueños, claro. Y no podía dejar de venir.

Susan miró entonces por la ventana que daba a la habitación, donde el hijo de la señora Conroy descansaba igual que el día anterior, los meses anteriores e igual que hacía dos años, cuando lo habían traído por primera vez. Ya estaba acostumbrada a las visitas de la anciana, pero en ocasiones debía recordarle los límites. Había nueve pacientes en coma profundo, y un estricto horario de visitas para que todo funcionara como la seda. No querían que los visitantes llegaran mientras estaban aseándolos y vieran las llagas y escaras propias del encamamiento o que molestaran durante las sesiones de fisioterapia.

—He hecho magdalenas —añadió la anciana mientras le ofrecía la bolsa de papel. —Con arándanos y mantequilla.

Susan sonrió. La mujer había averiguado que esas eran sus preferidas, y aceptó el presente.

—No se va a despertar —dijo a la neuróloga, su afirmación convertida en pregunta.

Tal y como habían hecho siempre esos años, Susan interpretó su papel. Negó con la cabeza con resignación en la mirada, y la señora Conroy le sonrió entre lágrimas. Entonces, por primera vez en dos años, la anciana le dio la réplica:

—¿Pues sabe qué, doctora? Yo sé que se va a despertar.

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