Anteriormente, en A Road Novella...
Supongo que a Anna no
le costó demasiado enamorarse de Paulo. Después de todo, era uno de esos tipos
que encandila a todo el mundo. Nunca se me pasó por la cabeza que tuviera
enemigos, y ése fue mi primer error.
El segundo fue no creerle cuando nos dijo que encerraba
en su funda de guitarra algo tan importante que no se podía contener:
-Le cortaré las manos a quien la toque –advirtió.
-Pues si me voy a vivir contigo, al menos tendré que
saber qué guardas ahí.
-Es un secreto.
-¿Sabes qué? Los secretos están para contárselos a
alguien, o si no desaparecían –explicó
Anna. –En la naturaleza del secreto está su propia destrucción. Es un secreto
porque se debe mantener al margen de los demás, pero por lo general los
secretos se comparten entre dos personas. ¿Qué guardas en esa vieja funda de
guitarra?
Paulo se acercó a Anna y le susurro al oído algo. Ella rió con descaro, se abrazó a sus propias piernas y, por un momento, fue como si en lugar de la mujer estuviera la niña que había sido un día. Fue como si esa gastada funda de guitarra llena de pintadas, versos y pegatinas, guardara la magia que sólo un mago como Paulo supiera utilizar.
Paulo se acercó a Anna y le susurro al oído algo. Ella rió con descaro, se abrazó a sus propias piernas y, por un momento, fue como si en lugar de la mujer estuviera la niña que había sido un día. Fue como si esa gastada funda de guitarra llena de pintadas, versos y pegatinas, guardara la magia que sólo un mago como Paulo supiera utilizar.
En cuanto Stella me propuso irme a vivir con ella a los
dos días de llegar, a su nido de droga, antes incluso de conocer a Ennis, Paulo
se ofreció a darle cobijo a Anna. Ella aceptó con un beso casto en la mejilla,
y ambos se fueron a aquel quinto sin ascensor. Yo no pude evitar morirme de
celos porque aquel portugués atractivo y moreno que tocaba la guitarra fuera a
tener más cerca que yo al que sería mi futuro hijo.
Resultó ser una relación honesta. Cierto, dormían juntos
y pasaban las noches cantando, su pared contra mi pared. También que él no le
pidió nada a cambio, que siempre le guardaba los mejores filetes y los yogures
con trocitos de fruta (para el bebé, decía, estos son para un bebé sano y
fuerte) y le tocaba la guitarra antes de dormir. Creo que nunca le oímos cantar
en portugués. Siempre lo hacía en inglés o, por increíble que parezca, en
español. Una noche, no obstante, cantó en francés y sólo Anna fue testigo.
Comenzó a cantar una vieja canción que sólo a los mitos se les está permitido
entonar: Jacques Brel, Edith Piaf…
-La
mer, on voit danser…
Anna
me contó que cantaron juntos y luego hicieron el amor. Anna entendía el amor
como un ente vivo que se podía compartir sin implicaciones, como un bocadillo o
una bufanda. También que luego, después de cantar en francés, empapados por la
marea de fluidos, por el salitre de sus pieles, Paulo abrió al fin la funda de
la guitarra y le mostró su interior.
Fue entonces cuando Anna decidió que cantaría en la calle
con Paulo, que de aquello vivirían. Decía que a una embarazada le pagarían el
doble o el triple que a cualquier chica guapa que supiera entonar un tango.
Pronto la conocieron en toda la calle y venían turistas de toda la ciudad
atraídos por el boca oreja, movidos por el extraño e inagotable magnetismo de
la hermosa Anna y los acordes del bienhallado Paulo.
Tal y como sospechábamos, nos llegaban noticias de Svetl,
que entonces se prostituía en un club del barrio turístico en ese escaparate en
el que era posible follarse a Grecia, a Lituania, a Noruega, Alemania o incluso
a la minúscula Andorra, una joven poco agraciaba que miraba a los viandantes
con gesto aburrido. Un día reuní el valor para ir a visitar a Svetl y la
encontré en uno de aquellos escaparates, demasiado rubia, demasiado, pequeña,
demasiado joven. Al rato entró un tipo fornido, negro, y se fueron al
reservado. Sólo recuerdo que volví a casa muerto de frío y con el estómago
encogido, pero no le conté nada a Anna.
Al volver aquella noche, encontré a Stella llorando.
Supuse que se había pinchado; solía llorar cuando se pinchaba, pero no esta
vez.
-Se ha ido –me dijo. –Ennis se ha ido.
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