Un año después, despierto acompañado. Tarde, como todos los domingos. Truman remolonea entre mis piernas, como el año pasado.
Me invade una tristeza lenta, espesa y azul.
He soñado con un cambio inminente. Se aproximan cambios inminentes en mi vida. Como en un cuento, el desayuno se materializa en mi cama.
No he ganado ningún premio literario, pero tengo un cuento abierto en Google Docs y planes para hacer de este domingo algo mágico.
Me siguen atormentando las fechas, los malditos aniversarios. 5 años ya, me digo. 5 años ya, cuando más sonrisa y más paz y más vida. Más Jose, en todos los aspectos. No sé qué he perdido entre tanto.
Pero veo luz, por primera vez en años. Veo una fuerza, una capacidad de resolución que me hace seguir, morder fuerte, aferrarme al futuro. Ya no miro atrás, es inútil.
La enfermedad sigue en mí, ahora con otras formas. El miedo es una constante a la que no logro aplacar.
Pero sigue Lisboa y sigue la vida, siguen los pequeños proyectos, victorias a pequeña escala, mi jardín en potencia, la biblioteca creciente, los libros y la decisión de cerrar puertas para abrir ventanas nuevas.
Promesas de futuro: construir, insisto, construir una vida que yo decida, aprender a negarme a lo que no quiero. A veces nos cuesta la infelicidad aprender a echar el freno. Tengo ganas de trabajar en muchas cosas, de convertirme en el mejor en algo. Por eso este año he comenzado con listas de cosas pendientes, lecturas que necesitaba acabar y otras que necesito devorar. Como hace un año, leo a Shirley Jackson con frenesí. Me doy cuenta de un hecho importante: he perdido el miedo.
¿Que qué le pido al año que viene? Despertar en Lisboa, de nuevo, en otras sábanas, cierto, con todo lo conseguido. Que mi vida no se vuelva a quedar en agua de borrajas.
Y entonces no te diría nada, no te haría nada más que reír, como siempre, para que tu risa se convirtiera en la melodía de los días
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