14 de marzo de 2012

Saudade













que no os engañen, los pasteles más ricos del mundo están en Lisboa
Atardece en el Mirador de Graça.
     Hay una chica con gafas de pasta, habla en inglés con una pareja. Dice que su compañera de piso también es americana, se dan el número de teléfono. Bebe una Cocacola light y escribe en su Moleskine. Me dijo una amiga que fuera a Graça, que ahí es donde se reúnen los gafapasta de Lisboa a pasar el rato; me dijo que me pidiera algo, y observara. Me pedí algo (un Sprite, ¿te da igual Seven Up?) y observé. La luz naranja, la cara más desconocida del castillo de San Jorge, las últimas horas del día en el Alfama. Por un momento, era como estar en Granada, en el Mirador de San Nicolás, la Alhambra de fondo, nosotros tan naranjas, la ciudad tan abajo, todo tan igual. Porque el Alfama es como coger el Albaycín y Lavapiés y pasarlos por la batidora y dejar hacer a fuego lento. Porque el Alfama es el barrio que toda ciudad debería tener. Yo también escribo. Escribo poemas de desamor (¿de qué si no? ¿de quién si no?) y leo. Leo "Fabulosas narraciones por historias" de Antonio Orejudo. Es extraño leer un libro que transcurre en el lugar donde vives: el comedor donde comes, el salón donde asistes a conferencias, las habitaciones donde exprimes la experiencia. Es más extraño leerlo en Lisboa con la última luz naranja-rojiza. En Lisboa descubrí que mi voz es rojiza. Yo quería que mi voz fuera amarilla, pero no podemos escoger el color de nuestras voces. Sólo las personas especiales pueden ver el color de las voces. (Re)descubres una persona así en Lisboa, y todo adquiere color.
     Cada ciudad tiene una música, y Lisboa tiene la suya, pero no es el fado. Eso sería lo fácil. Para mí, Lisboa sonará a David Fonseca, alias el portugués, y a Nina Simone y a Ellos. A muchas más canciones que saltaban de manera aleatoria, pero ver el río con el Fonseca y su Kiss me, oh, Kiss me, y Nina Simone haciendo discursitos sobre lo mal que está el racismo, y, y, y. Lisboa en las puertas. Los lisboetas son buenos. Eso me quedo. Todos se prestan a ayudarte. Son amables, te entienden aunque sólo sepas decir obrigado en portugués.
     Y las cuestas, las escaleras sin fin, las laderas que suben y bajan, porque en Lisboa no hay líneas rectas entre dos puntos. Sí hay puntos sin parangón, sobre todo los miradouros, pero también calles perdidas con graffitis y frases y stencils, esos pequeños detalles que le dan vida a las ciudades. Yo, que tengo una enfermedad a la que no se le ha dado nombre aún, la obsesión con mirar las paredes, encuentro de repente todos los síntomas. Otros puntos son los obligatorios, la iglesia más bonita del mundo, con el cielo abierto al Cielo, la Historia condensada en un café, la falsa orilla del falso mar, el atardecer que sube como la marea inexistente.
     Porque Lisboa tiene cadencia y decadencia, no hay más que salir de noche por el Barrio alto, no hay más que ir a su rastro de la ladrona, no hay más que dejarse embobar por los ritmos de fado, por el olor a sardinas asadas, por su ingente festín de sabores. Hay en Granada un bar donde la cocinera es portuguesa. Es, con toda probabilidad, uno de los mejores de la ciudad: bacalao de mil maneras, salsas múltiples para el pollo y, cómo no, la indiscutible presencia del picante. La brasa, la salsa, el arroz. Comida que sabe a mamá. Una ciudad que me sabe a Granada, y eso, estarás conmigo, eso es MUCHO decir. Debo volver.
     Y volveremos juntos, y seremos más y seremos más grandes.

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