31 de diciembre de 2013

Elephant

Anteriormente, en A road novella...

Ámsterdam se llenó de individuos extraños esa Navidad. No extraños, sino MÁS extraños de lo habitual, y todo lo más raro de Europa acababa de un modo u otro en Ámsterdam. Recuerdo que los rostros de los viandantes aparecían borrosos para mí, como si Dios o alguien hubiera pasado una de esas gomas grises que borran la tinta y emborronan el papel en las caras de todo el mundo. Sólo les ponía cara a nuestros vecinos, la mitad ecuatorianos, la mitad dominicanos y la otra mitad (estaban siempre mudándose dentro y fuera del edificio) subsaharianos negros como la noche.
      Ya llevaba un tiempo ocurriendo cosas extrañas, aunque fue entre Navidad y Año Nuevo cuando todo comenzó a despegar. Anna y Paulo iban a cantar todas las tardes y noches a los canales llenos de turistas. A veces venían con manchas en la cara, manchas violetas y negras, como si se hubieran hartado a moras del mismo arbusto. Una vez Paulo llegó llorando porque decía que había perdido la guitarra, así que estuvimos media noche buscando por el centro de la ciudad, por si algún yonki la había robado y no había encontrado nada de valor en ella. Anna se concentró en la plaza de los museos, que a esas horas, con el frío y las luces navideñas, ya estaba desierta; Paulo se fue al Barrio Rojo, donde había más posibilidades de encontrar la guitarra o cualquier despojo robado por estadística; yo me quedé con los canales y todos los soportales donde se escondían los mendigos y sin techo, los camellos y demás excluidos.
      Ya barruntaba dónde estaría la maleta, si esa búsqueda estaba abocada al fracaso y qué cojones hacía un 28 de diciembre en un canal holandés con el frío en los huesos y los primeros copos de nieve adheridos a la cara cuando oí el chapoteo en el agua. Ahí estaba. La puta funda de la guitarra, amarillo mostaza, flotando por el canal. Una rata nadaba aferrada al mástil. Bajé corriendo y me lancé al agua, no había otra manera de alcanzarla. La rata no se inmutó ante mi presencia, pero me dio igual. Me abracé a la guitarra y la arrastré hasta el margen, donde me tiré aterido de frío y empapado. El agua manaba por mi cuerpo como una catarata.
      Una vez tranquilo, hice algo prohibido: abrí la funda. En mi defensa, tenía que asegurarme de que la guitarra estaba dentro. Efectivamente, ahí, estaba, aunque sucia, llena de arena y mugre. Luego dejé la funda abierta y, a los rayos de luna, varios cangrejos minúsculos salieron de la arena. Había además conchas del mar, caracolas, restos de algas entre la arena, como si el mar estuviera realmente atrapado dentro.
      Volví solo por las calles oscuras. La gente sin rostro observaba con curiosidad al tipo empapado y muerto de frío. Supongo que no estaba preparado para el acontecimiento que volvería a revolver mi vida sobre sí misma.
      Subí sin prisa hasta el cuarto sin ascensor donde vivían Paulo y Anna, llamé a la puerta y ésta se abrió. Un olor extraño me golpeó la cara.
      Vi al elefante nada más hacer la puerta a un lado. Un elefante enorme, africano y del color del acero permanecía plantado en medio de la habitación. Detrás, en el sofá, Anna lloraba con desconsuelo:
      -No estoy embarazada, Alvy. No voy a tener un hijo tuyo.

      No hice preguntas. Bajé a un local a dos calles de nuestro edificio y me tatué un elefante en el omóplato derecho. 

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