
Ya
llevaba un tiempo ocurriendo cosas extrañas, aunque fue entre
Navidad y Año Nuevo cuando todo comenzó a despegar. Anna y Paulo
iban a cantar todas las tardes y noches a los canales llenos de
turistas. A veces venían con manchas en la cara, manchas violetas y
negras, como si se hubieran hartado a moras del mismo arbusto. Una
vez Paulo llegó llorando porque decía que había perdido la
guitarra, así que estuvimos media noche buscando por el centro de la
ciudad, por si algún yonki la había robado y no había encontrado
nada de valor en ella. Anna se concentró en la plaza de los museos,
que a esas horas, con el frío y las luces navideñas, ya estaba
desierta; Paulo se fue al Barrio Rojo, donde había más
posibilidades de encontrar la guitarra o cualquier despojo robado por
estadística; yo me quedé con los canales y todos los soportales
donde se escondían los mendigos y sin techo, los camellos y demás
excluidos.
Ya
barruntaba dónde estaría la maleta, si esa búsqueda estaba abocada
al fracaso y qué cojones hacía un 28 de diciembre en un canal
holandés con el frío en los huesos y los primeros copos de nieve
adheridos a la cara cuando oí el chapoteo en el agua. Ahí estaba.
La puta funda de la guitarra, amarillo mostaza, flotando por el
canal. Una rata nadaba aferrada al mástil. Bajé corriendo y me
lancé al agua, no había otra manera de alcanzarla. La rata no se
inmutó ante mi presencia, pero me dio igual. Me abracé a la
guitarra y la arrastré hasta el margen, donde me tiré aterido de
frío y empapado. El agua manaba por mi cuerpo como una catarata.
Una
vez tranquilo, hice algo prohibido: abrí la funda. En mi defensa,
tenía que asegurarme de que la guitarra estaba dentro.
Efectivamente, ahí, estaba, aunque sucia, llena de arena y mugre.
Luego dejé la funda abierta y, a los rayos de luna, varios cangrejos
minúsculos salieron de la arena. Había además conchas del mar,
caracolas, restos de algas entre la arena, como si el mar estuviera
realmente atrapado dentro.

Subí
sin prisa hasta el cuarto sin ascensor donde vivían Paulo y Anna,
llamé a la puerta y ésta se abrió. Un olor extraño me golpeó la
cara.
Vi
al elefante nada más hacer la puerta a un lado. Un elefante enorme,
africano y del color del acero permanecía plantado en medio de la
habitación. Detrás, en el sofá, Anna lloraba con desconsuelo:
-No
estoy embarazada, Alvy. No voy a tener un hijo tuyo.
No
hice preguntas. Bajé a un local a dos calles de nuestro edificio y
me tatué un elefante en el omóplato derecho.
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