4 de marzo de 2015

Dos maricones entre un hatajo de zombies


Hace algo menos de un año comencé a leer, no recuerdo bien a cuento de qué, todos los números de The Walking Dead publicados hasta la fecha, No sé, algo así como 120 o 130 del tirón, en 3  días de lectura frenética. Me fascinó de la serie los dilemas morales a los que sometía a sus protagonistas y, de paso, al lector.
En cuanto a la serie de televisión, reconozco que empecé a verla en su primera temporada al enterarme de que era Frank Darabont quien había desarrollado la adaptación. Sin embargo, pronto esa temporada comenzó a diluirse y la abandoné al final de su primer ciclo.
Más tarde, como digo, llegarían los cómics, con todas sus muertes (otro de los aspectos más interesantes de la  obra de Kirkman es el empleo de la muerte como motor narrativo, aunque a veces el uso deviene en abuso; el empleo de la muerte como motor narrativo y de conflicto sigue estando en poder de Joss Whedon), con los distintos emplazamientos, giros locos en torno a los caminantes y su origen, el Gobernador, Negan, más, más, más... El universo de The Walking Dead se atisba inagotable.
Por eso resulta interesante que su adaptación televisiva no haya aceptado el cómodo tránsito de medio y haya servido para expandir su universo, introducir nuevos personajes y diferencias en las tramas preexistentes; en otras palabras, la serie de televisión sirve como experimento narrativo y permite una reformulación de conflictos ya explorados en el formato original.
No obstante, la serie de televisión ha seguido fiel a temas y tramas efectivas en la novela gráfica: la transformación del héroe en antihéroe, la lucha por la supervivencia a toda costa, ya sean el precio pasar por el canibalismo, terrorismo, violaciones, asesinatos indiscriminados, venganzas personales... El motto de la serie parece ser aquel principio de Hobbes.
Con todo, la penúltima emisión de The Walking Dead en AMC se vio envuelta en una polémica (¡?) caduca. Nos presentaron a un nuevo personaje, Aaron, de esos que, de agradables, simpáticos, buenos, provocan recelo en los protagonistas. Si algo nos ha enseñado The Walking Dead es a no bajar la guardia. Y como nuestras peores sospechas parecían confirmar, el recién aparecido se acerca a otro desconocido y lo besa en los labios. Repugnante. Estos maricones.
Desde que se emitió el episodio, esta reflexión ya ha dado la vuelta al mundo en muchas y mejores apreciaciones que la mía. Sin embargo, no quisiera centrar mi atención en el hecho de que una serie donde hemos visto todo tipo de vejaciones y violencia de lo más explícita, a estos energúmenos les ofenda un beso entre dos hombres en una ficción donde han matado a niños a bocajarro, han dejado a personas tullidas, han violado, han devorado, han torturado a otros seres humanos. Pero aquí el problema no es la intolerancia de estos. Tontos los ha habido siempre.
Lo preocupante es, no ya que sea noticia, sino que sea noticia por lo excepcional de la presencia de Aaron y su chico en una ficción de estas características. Dirán los detractores de estos personajes que quien quiera ver maricas, que sintonice Queer as Folk, Banana/Tofu/Cucumber, Looking o Please Like Me, por citar tres ficciones claramente homosexuales. Tampoco es el caso de ficciones de marcado carácter gay-friendly como Glee o Torchwood; ni siquiera hablo de series con un componente inclusivo en cuanto a la comunidad LGTB, véase Buffy, Cazavampiros o Urgencias, donde ciertas tramas involucraban de forma directa a personas que vivían una sexualidad LGTB. El caso de The Walking Dead es mucho más interesante, e importante, y necesario, porque es meramente representativa. Robert Kirkman, como muchos creadores, tiene superadísimo el conflicto de la sexualidad y entiende que a estas alturas carece de interés como motor narrativo de la historia. De ahí que sus personajes homosexuales simplemente sean, o estén, o existan, en medio de la hecatombe zombie, pero no es su homosexualidad la que provoca los males que acechan a los hombres y mujeres protagonistas, su misión es más sutil, estar ahí, sobrevivir, pasar por el Apocalipsis sin mucho ruido, salvar el pellejo. Contarla más allá de las tripas y la piel.

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