25 de agosto de 2018

Nuevo relato: Las últimas veces

Hace unos meses me informaron de que se preparaba la publicación de un libro con otros escritores de la comarca de Mágina, mi sierra,  sobre la Denominación de Origen del aceite de oliva. Yo, que ya había homenajeado mis raíces en el relato que abre Donde mueren los monstruos, me propuse escribir algo del mismo palo, recuperar la esencia del mismo, esta vez centrando mis esfuerzos en ensalzar la relevancia del aceite de oliva en mi tierra. No es la primera vez; ya hace unos años publiqué un libro de relatos ambientados en mi tierra, Nosotros, que poseemos la tierra. No me suele gustar escribir por encargo, sobre todo cuando se trata de ficción, pero acepté la propuesta. Escribí un relato alejado del tópico, de la lembranza, de la tradición, y a la vez lo apoyé en el tópico, en la lembranza y en la tradición. Logré rehuir la metaficción, de la que abuso a menudo cuando me enfrento a encargos, y me nació una pequeña historia de ¿ciencia-ficción? distópica. Explicaba el antólogo que "la idea es realizar un libro donde los textos rescaten vivencias pasadas o presentes que transcurran alrededor del universo del aceite". Con el desarrollo de la obra tan avanzado, no sabía si tendrían a bien aceptar mi propuesta.
Terminado el relato, contacté con el responsable de la edición del libro, que traía malas noticias. Las negociaciones con la editorial no habían llegado a buen puerto, por lo que se cancelaba la publicación. Sin embargo, me propuso participar en un certamen convocado en un portal literaria cuya temática era el aceite de oliva, por lo que sometí "Las últimas veces" con la intención de ganar algo y publicar. No gané. El proceso de votación dependía de likes y votos en el mismo portal, y he llegado a punto en mi vida en el que no estoy para agotar energía en estos menesteres. Además, la web no respetaba el formato del relato, lo cual supuso una bajona y no hice la mínima campaña, no lo compartí con nadie. Alea Jacta Est, dije, y para mí lo más honesto era confiar en la originalidad y calidad de mi obra más que en ganarme la antipatía de mis contactos en redes sociales. Total, terminado el concurso se anunciaron el ganador y finalistas, y yo no aparecía por ninguna parte, cero sorpresa.
Sin embargo, días o semanas más tarde recibí un correo de uno de los responsables del certamen donde se me anunciaba que había sido uno de los escogidos por el jurado para publicación por los méritos literarios de mi relato. Me daba ciertos detalles sobre el lanzamiento del libro y la editorial implicada, y ya me puse a investigar. Leí los relatos vencedores, consulté el catálogo de la editorial y algo que no había hecho hasta ahora, releí mi relato. Pasados los meses desde que lo escribí, pude leerlo desde fuera, como si fuera de un autor desconocido. Entonces decidí no seguir adelante con la publicación para darle otra vida.
Pronto se materializó en la posibilidad de publicarlo en Culturamas, uno de los medios culturales más importantes en España, dentro de su iniciativa para publicar a autores anónimos cada semana. Bastaba con enviarlo, que el comité de lectura decidiera si era apto para publicación, y llegara a la web. A los pocos días me confirmaron que el mío había sido el relato escogido para publicar esa semana, y pronto "Las últimas veces", que había nacido con otro propósito, encontró su camino al mar. Aquí el comienzo; para leerlo completo, haz click en la imagen.


Nadie hablaba de últimas veces. La primera vez. La puta primera vez siempre. El primer paso, el primer pañal, la primera cicatriz, la primera pelea, la primera mascota, el primer beso, la primera hostia, el primer suspenso, el primer polvo, el primer amor, el primer piso, el primer primero, el primer primer. Primer. Primer. Primer.
            Alberto contempló la enorme masa azul que le devolvía toda la luz posible y bañaba su rostro y su traje espacial. Añoraba la Tierra. Desde que llegó a la estación espacial, no pocas veces la ansiedad por la última vez lo había embargado. Nadie hablaba del último polvo, del último abrazo, de la última tostada con aceite. Alberto trataba en esas ocasiones de solitud de discernir cuál habría de ser el último flechazo, el último impulso eléctrico que había conectado su centro sensorial con su corazón. Y no recordaba si ese último amor a última vista correspondía a la conductora del autobús que lo había acercado al centro espacial, con algo de brillo, nada, una sombra en los labios y el cabello asimétrico con finas mechas de color ceniza; si se trataría de la técnico de laboratorio que había hecho todas las pruebas durante el último check up—definitivamente, le había sonreído con cierto rubor—; si había sido siquiera la asadora de pollos en Gran Capitán durante su última estancia en Granada, aunque apenas recordaba su rostro, sólo una emoción parecida al vértigo mientras ella preguntaba qué tipo de salsa quería; o tal vez no, tal vez ninguno de aquellos encuentros fortuitos guardara en su núcleo la clave del último flechazo que ya no quedaría en nada.
            Hacía frío. Era algo de lo que no se hablaba, pero en el espacio hacía frío. Bajo los kilos del traje espacial, a pesar del núcleo de calor que surgía de su cuerpo, siempre hacía frío.
            Alberto era sinestésico; no podía ver los olores, o degustar los sonidos, ni siquiera oír los colores dentro de su ser. Alberto, por su parte, era capaz de sentir los sabores. El vinagre, por ejemplo, le causaba un escalofrío, como había experimentado para asombro de sus conocidos. Así se presentaba a menudo, con esta particularidad que lo hacía especial: «Me llamo Alberto, y soy sinestésico. Vas a flipar, te lo juro. La sinestesia es una sensación que se provoca por un estímulo que en principio no debería tener respuesta. Yo, por ejemplo, puedo sentir en mi piel los sabores» [...]
 Las últimas veces

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