6 de junio de 2011

Always time... 1




Veía llover a través de la ventana. Pensé en Alicia al otro  lado del espejo; qué habría sentido la niña, si acaso habría entendido algo de esa lógica contraria a ella. Pensé en las matemáticas, en lo inasible de la ciencia y de la lluvia. En los suspensos de Carla y en el tiempo que hacía que no veía sus bucles pelirrojos.
     Entonces, viajé al pasado.


No pregunten cómo logré controlar estos viajes. Sólo sé que, tras tanto salto del presente a 1970, llegó un momento en el que pude atrapar al bucle temporal casi con mis manos de viejo perdido y conducirlo a voluntad. Desde luego, lo esperaba lo que sucedió ese día ni el peligro en que estaba a punto de poner a toda la familia, por no decir al planeta Tierra. Un hombre tan pequeño, tan poca cosa como yo; el Antonio Alcántara de los hombres buenos…
     Al principio no supe que había logrado viajar al pasado porque seguía sentado mirando la ventana y la lluvia no había cambiado. Parece estúpido, pero es cierto: viajar en el tiempo, despertar en medio de un paisaje cualquiera, pongamos que en unos acantilados, no nos daría pista alguna de estar en el futuro o el pasado.
     La primera pista fueron los gritos de Carla al otro lado del pasillo: “¡Papá, ya han venido! ¡Papá, ya están aquí!”, gritaba aterrorizada; ya saben, con ese tono de voz que hiela la sangre a los padres. Me levanté rápido de la silla, aún agotado por el viaje, y avancé por un pasillo recorrido mil veces. El frío mármol del rodapié, la baldosa suelta a la derecha, la decena exacta de retratos familiares como consideración a todos los miembros de la familia esparcidos por la Guerra, y el marco sin puerta al final del pasillo. En la habitación, yaciendo inmóvil como un animalillo muerto, Carla hecha un ovillo con los ojos cerrados.
     —Carla, abre los ojos. Carla, despierta —gemí con desesperación. El rostro permaneció estático. —Carla, no me hagas esto, Carla… Vengo de muy lejos sólo para verte, cariño. Abre los ojos, amor, abre los ojos.
     La niña abrió los ojos, enormes y brillosos, e hizo un puchero.
     —Papá, ¿por qué lloras? No llores, sólo estaba jugando.
     —Claro, qué padre más tonto tienes.
     Me sequé el rostro con el dorso de la mano y la abracé, respiré su pelo caliente, como si de veras las llamas hubieran cobrado vida, y pensé que debía quedarme ahí para siempre.
     —Papá, ¿es verdad que te irás pronto?
     —No.
     —El otro día, cuando vinieron los Buscadores, mientras me escondía en el armario de la panera, los escuché. Piensan que soy tonta porque soy pequeña.
     —¿Qué decían?
     —Que estabas escondido para que no te mataran, y que si seguías aquí te irías pronto porque les tenías miedo. ¡Qué rabia, papá! Estuve a punto de salir del armario y…
     —No. No te vieron, ¿estás segura?
     —Estoy segura.
     —Los Buscadores son peligrosos. ¿Te acuerdas de lo que les hicieron a las otras niñas?
     —Las violaron.
     Juro que al oír esas dos palabras en la voz de mi hija perdí el control de todo. Un llanto espeso y ardiente volvió a inundarme la garganta. Me mareé y apreté con fuerza a Carla contra mí, pero cuando me quise dar cuenta había vuelto a saltar en el Tiempo.

Desperté años más tarde, poco después de que acabara la Guerra. Lo supe por las ruinas de la habitación donde Carla jugaba a hacerse la muerta atacada por criaturas venidas de Fuera. Esta vez me bastó mirar por la ventana para saber en qué año me encontraba, como atestiguaba el árbol podado del jardín. Lo había talado yo mismo en 1976 para que mi madre, ya inválida, pudiera observar la calle sin ramas que le estropearan las vistas. Esperaba encontrar a la adolescente con melena por la cintura en que habría de convertirse Carla, pero no estaba. Al menos en esa realidad. La gente tiene una concepción errónea del tiempo y el espacio. Lo cierto es que es difícil de explicar cómo funciona todo, cómo el concepto de infinito desorienta a las personas y prefieren con su universo lineal, con sus cómodos planteamiento, nudo y desenlace. Veamos.
     Pensemos que estamos en una habitación pequeña, cúbica, y eso es lo que el ser humano entiende por Universo. La habitación tiene gravedad, esto es, sus moradores pueden pasear por cualquiera de las seis paredes indistintamente. Además, no ven nada de lo que hay “fuera” porque las paredes son opacas. Ahí nacerán y morirán, y jamás sabrán qué es arriba o es abajo o es un lateral, porque la verdad es que en el infinito no existen el arriba o el abajo, la izquierda o la derecha: sólo puntos de referencia como estrellas, sólo mapas elaborados por el ser humano. Y aquí entra el Tiempo: basamos nuestra comprensión del Espacio en señales caducas en el tiempo como son las estrellas; esos puntos de referencia son en gran parte estrellas muertas, apagadas, consumidas hace tiempo. No obstante, están tan lejos que su imagen nos llega ahora, miles de millones de años después, mucho antes de que el hombre habitara la Tierra. No existe, pues, en el Tiempo, ningún punto de referencia para el ser humano salvo su brevísima historia: unos miles de años. Pero aún más, ¿existe una direccionalidad fija en el Tiempo? ¿Es así? ¿Un antes y un después? Podría ser, claro está, o puede que estemos siendo de nuevo cómodos: causa-consecuencia. Parece el orden natural, y así dictamos antes y después. Pero el Tiempo es infinito y, por ende, tampoco hay punto de referencia ni lógica: es perfectamente plausible que un gallo se convierta en polluelo y entre en su huevo, y éste entre en la gallina. Puede que el fin de la existencia sea alcanzar el Big Bang, o que la existencia se reinvente una y otra vez: llegado un punto en que el Universo se va de manos, todo se colapsa, se solapa, se autoinmola y estalla una y otra vez, y el hombre no tendrá nada que decir en esto. Pero va más allá. Veamos.
     Cuando viajo en el Tiempo, a veces aparezco en lugares imposibles, es decir, lugares que no he vivido. Aparezco en casa de 1976, vale, pero en esa casa no han existido mamá ni Carla, puede que ni siquiera yo. Porque he rebotado en el Tiempo de forma oblicua. Cuando me muevo en el tiempo soy como una canica en un plato: choco con un borde y generalmente, al rebotar hago el recorrido contrario, esto es, vuelvo a la situación anterior. Otras, sin embargo, al chocar la canica con el borde curvo del plato cambia de trayectoria, da con otro borde del plato y, pasado un Tiempo, tras chocar una y otra vez, puede que me lleve de vuelta al punto inicial. ¡Hay veces incluso en las que la canica choca con mucha fuerza y rebasa el plato! Eso sería un viaje que va más allá del Tiempo y el Espacio; si me permiten, un viaje astral, un viaje que puede matar al hombre encerrado en su cubículo llamado Universo. Así, cuando aparecí en 1976, estaba en un 1976 alternativo, extraño para mí, donde los acontecimientos históricos podían variar de manera leve o muy significativa, estaba por descubrirlo.
     No me dieron mucho tiempo. Estaba investigando la planta de arriba cuando oí pasos tras de mí. Eran los Buscadores, pero no me dio tiempo a esconderme. Me estaba arrodillando tras unas cajas cuando me prendieron y olí el frío de sus ropas blancas y la fuerza de sus brazos, y di gracias a Dios porque Carla no estaba ahí. No se la podrían llevar.


Los días se hicieron más largos por un tiempo.
     Días en los que despertaba y todo era blanco, o despertaba y no oía la lluvia, sólo ruidos y voces ininteligibles, como si esos monstruos al fin hubieran dado con la clave para acabar de volverme loco. Un día recibí una visita. Se trataba de una mujer mayor, con el pelo canoso y recogido en un moño. Miraba con dulzura, pero he aprendido con el tiempo a no fiarme en aquellos que miran con dulzura. Así me miró Carla cuando la descubrí desnuda con aquel tipo, recuerdo que pensé. Como diciendo: mira, papá, esto es todo, un tipo normal, carne contra carne, mi sangre y la suya, nuestros fluidos hacen girar el mundo, somos un océano orgánico que genera vida. Por favor, no me mates.


—Por favor, no me mates.
     Carla tenía diecisiete años, llevaba poco más de dos conmigo y ya suspendía matemáticas y se acostaba con hombres. Pero no con hombres que se creen hombres y son mocosos, no con tipos escuálidos y barbilampiños, no con melenudos con camisetas negras, sino con hombres de traje y mi edad. Hombres con los que yo podría compartir mesa en el Casino.
     Era hermosa. Tenía el pecho pequeño y redondo como melocotones maduros, las aureolas rosas y la piel clara como el algodón que aún no se ha ensuciado. Y su cabello. Una melena que cubría las sábanas y el cuerpo horrendo del hombre que yacía sobre ella con las nalgas apretadas y un hilo de sudor por la espalda.
     Entonces, vomité. Me descubrí apoyado contra el pomo de la puerta, vomitando aparatosamente, empapando mis pies descalzos, y vi el cuchillo que empuñaba y tuve miedo de ser yo quien matara a Carla en lugar de los demás.
     -No… no te haré nada –le dije. –Sólo necesito respirar un rato.

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