8 de febrero de 2012

Fresy Cool



Anteriormente, en A road novella...

Nos referíamos al mundo como Puta Bola de Luz, y nos creíamos por encima de él los cuatro, los cinco, siempre el gato, el gato lo único capaz de mantenernos a flote, porque la caravana (caravana, aunque Anna la había llamado furgoneta) de Joni no rodaba, no rozaba el asfalto, flotaba, flotaba, flotaba como si fuera de niebla y viento, y era tan metal y nosotros tan agua. Y la música: los Gipsy Kings a todo trapo y la música disco de los ochenta siempre tan de moda, nunca pasada de moda esa música disco italiana, y los berridos en las caras B de Janis la Grande y la música psicodélica traída del frío de Finlandia, donde sus palabras sonaban como el gluglutear de un pavo, pero pasado un tiempo acabamos Anna, Margritte y yo cantando como putos borrachos esa canción extraña con todas las inflexiones del finés, y decía algo así como "no es que seamos tan pocos, es que no hacemos ruido, pero formamos parte de Todo. Nacimos antes de Dios, moriremos más tarde que el Amor", y Joni nos observaba en silencio y parecía divertirle oírnos cantar en su lengua materna como si nos la hubieran implantado en ese viaje. Aprendimos, cómo no, a insultar en todas las lenguas de la vieja Europa, a maldecir los controles fronterizos y aduanas o a los ladrones de chatarra que a veces nos asaltaban por Francia o Alemania y Polonia, y lo hacíamos en polaco o en finés o en español o en esperanto, y lo hacíamos en la cara de ellos, porque no creíamos en los secretos. Sí, nos dirigíamos a Amsterdam, pero lo hicimos de la forma más difícil: atravesando toda Europa con quince kilos de heroína en el techo de la caravana.
     Una mañana, nada más cruzar la frontera Viena-Eslovaquia, conducía Margritte, César se me apontocó entre las piernas y empezó a arañarme el bajo vientre sin miramientos. Recuerdo que llevábamos toda la noche despiertos, Joni intentando algún himno gitano con su guitarra robada en un marché aux puces parisino, nosotros, Anna y yo, debatiendo sobre política y literatura, cantando a ratos para mantener despierta a Margritte, y a primera hora de la mañana éramos despojos humanos. La conductora confesaba conocer un pequeño lago a media hora de Bratislava donde aún bebían los animales y podríamos bañarnos en el agua helada.
     -¡Para, el gato va a potar! The cat is going to...
     -Puke -concluyó Anna.
     Margritte se hizo a un lado de la carretera y, efectivamente, el gato saltó fuera y, nada más tocar el suelo, vomitó una espuma espesa y amarilla.
     -¿Qué le has dado? -me preguntó ella.
     -¿Yo? Nada. Creo que no ha comido nada esta noche.
     -Ayer tampoco comió.
     -Estará malo.
     César se había quedado rígido. Podría decirse que estaba sudando, pero los gatos no sudaban, o al menos no los gatos corrientes, aunque no sabría qué decir de un humano reencarnado en gato. El animal se quedó ahí, tieso, con la mirada fija en el vómito, y de repente maulló con una fuerza horrible. Margritte apagó el motor de la caravana y bajó corriendo para ver a César. Joni se había quedado de piedra, tan quieto como César, y Anna me apretaba con tanta fuerza el brazo que empezaba a notar el hormigueo y frío que provoca la falta de riego. Al fin me agaché junto al animal y le acaricié el lomo. Me lamió los dedos y maulló con dulzura. Lo cogí en brazos y lo metí en la caravana. Ahí, se hizo un ovillo sobre mi regazo. Le coloqué un cojín de pana entre las piernas y su cuerpo. Anna dejó un poco de leche en un cuenco de plástico, aunque no bebió. Tardó poco en dormirse.
    -Poor little thing -dijo Joni, y reemprendimos la marcha.
     Viajamos durante bastante más tiempo, cada vez por carreteras más dejadas de la mano de Dios, cada vez más perdidos. Mientras tanto, Anna puso música algo de trip hop y Joni se dedicó a esbozarnos a César y a mí, aunque no dijo nada. Lié un porro y fumé con el estómago vacío. Pensé en César y su vómito pastoso y me dieron ganas de vomitar. Seguí fumando. Me dio un amarillo.
Me quedé dormido.

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