Navidad
en Amsterdam. Frío infrahumano. Bebíamos té y chocolate, fumábamos, follábamos
para mantenernos en calor.
Mientras, los turistas iban y venían entre el alumbrado nocturno. Amsterdam era una ciudad ficticia, no debía existir como nos decían sus canales, los pasajes artifiales para comunicarlo todo, a donde iban a parar otros desgraciados como nosotros. En cierto modo, era como si todo lo que veíamos lo viéramos reflejado en el agua, como aquel documentalista que exponía sus vídeos en un centro de arte moderno de la capital. Había retomado la costumbre de dibujar, de bosquejar ciertas personas y rincones de la ciudad. Anna. Lo último que había dibujado en meses había sido a Anna, y entonces, cuando repasaba el primer dibujo que había hecho de ella, me di cuenta de cómo engañan las apariencias, verdad, y de qué poco me habían engañado con respecto a ella. Se había empeñado en escribir una carta a Papá Noel, y me había hecho escribir una a mí también. Yo había pedido un gato; ella, unos zapatitos para el bebé. Ambos sabíamos que aquella Navidad no habría regalos y que nos bastaba con sobrevivir al frío y al hambre.
Paulo le había ofrecido cantar en la
calle, él con la guitarra y ella con su extraña voz de sirena fantasmal.
Entonces, resguardados de la nieve bajo un paraguas enorme, cantaban “Garota de
Ipanema”, “Ne me quitte pas”, “La vie en rose”, “Nostalgias”, cantaban a Sinatra,
a Chavela, a Piaf, Gardel… pero también The Smiths, David Bowie, Radiohead,
Carminho, Camarón, Muddy Waters… cualquier cosa que no sonara a Navidad, y esa
excepción los hacía únicos en las calles heladas, y se formaban corros en torno
a ellos, la bella Anna con la voz desgarrada, el bello Paulo siempre al borde de
la lágrima.
En Nochebuena nos reunimos los
cuatro, Stella, Paulo, Anna y yo con algún agregado. Cenamos pollo en salsa de
manzana y vino, mucho vino, muchísimo vino. Todo tenía una apariencia de
duermevela, de irrealidad tan lejos de nuestras vidas, con el recuerdo de Ennis,
de César y Svetl. No habíamos vuelto a saber de ella. La imaginé encerrada en
la habitación a la espera de un hombre demasiado solo en la noche más triste
del año. Brindamos mucho, por nosotros, por el año que se iba, por el hambre que
pasábamos, por la risa, por los libros, por el amor, por el pollo en salsa de
manzana. Pronto decidimos irnos a dormir.

Al despertar con el ruido de los
vecinos, a la mañana siguiente, encontramos los regalos envueltos para nosotros
sobre la mesa de la cocina. Anna juró no saber nada de ello por toda su vida,
lo juró por Helena. Así, supe que no mentía. Abrimos los regalos, da igual los
regalos, los abrimos. Nos gustaron, nos hicieron felices. Luego, cuando Paulo y
Stella vinieron con sus regalos, él un paquete de púas para la guitarra y ella
un jersey de angora, tampoco sabían de dónde habían salido. Aunque a todos nos
pareció sospechoso, tampoco le dimos más vueltas. Era Navidad y teníamos
nuestros regalos. Supongo que los hombres a menudo se guardan preguntas que no
quieren responder.
Paulo nos dijo que, como vivía con
españoles, nos había preparado una sorpresa, y se arrancó guitarra en mano con una
pieza flamenca que, para nuestra sorpresa, sonaba en portugués:
Llora
una joven en Kansas
¿Dónde
está mi Granada?
Mi Granada.
Mi Granada.
Camino
del Sacromonte
El
barrio de los gitanos
¿dónde
está mi Granada?
Se
la llevan tan lejos,
Se
desprende en pavesas por mi ventana.

-Anoche lo vi. Entró por la ventana
y dejó las cosas y se fue.
-¿Que viste a quién?
-¡Pues a quién va a ser! ¡A Papá
Noel! Lo juro vamos, que me caiga aquí muerta, por mis hijosy por mi Cristo de
la Santa Muerte –dijo, y se besó las manos.
Claro, dijimos, claro que lo has visto.
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