19 de octubre de 2014

La biblioteca de Bélmez

¿Antigua biblioteca de Bélmez?
Hace unas noches tuve un sueño extrañísimo y de profusa melancolía. Supongo que cualquier sueño que tenga lugar en una biblioteca se encuentra tamizado por la bruma de la melancolía. El caso es que la biblioteca era enorme, y escondía pasillos en los que yo nunca me había adentrado. En los últimos, los del fondo, se encontraban libros casi ocultos, especies de grimorios cuyos vecinos siquiera conocían tal acepción. Allí, al fondo, encontré comida. Mucha comida caducada, como si la biblioteca de Bélmez hubiera sido un lugar donde vivía gente. El señor miope encerrado en una biblioteca al final del Tiempo a quien se le rompen las gafas. Los lectores despistados a quienes la bibliotecaria (la Juani) dejaba encerrados en un descuido. Muchas veces fantaseé con esto, con lo de quedarme un fin de semana entero encerrado en la enorme biblioteca de Bélmez. Sólo que ahí no había comida. Había muchos libros, y mucho polvo, y hasta un barco de madera de alguna olvidada feria cultural. Un vestigio de una maravilla.
Antiguamente la biblioteca de Bélmez se encontraba junto al Parque del Nacimiento, lugar que quedó reservado al ambulatorio. El cambio le vino bien; los libros pudieron así gozar de espacio de sobra sobre el tranquilo hogar del jubilado. Los niños de los ochenta y noventa pudimos así descubrir este espacio mágico (siempre me ha provocado curiosidad saber cómo y cuándo descubrió cada cual su primera biblioteca), en mi caso acompañado de un amigo que ya la conocía a través de una hermana mayor. Recuerdo la impresión, la sensación de templo que me invadió al ver todas aquellas estanterías y libros viejos (porque los libros siempre fueron viejos ahí). El silencio. Ese silencio exagerado en cine y televisión, porque la biblioteca de Bélmez jamás fue demasiado silenciosa. Hace un par de días, mientras paseaba por la librería más vieja del mundo, me percaté del silencio abismal existente a pesar de que todas las salas estaban llenas de gente. Como una iglesia, pensé. Sólo una iglesia o un museo es tan silencioso. Por eso recuerdo los libros viejos y recuerdo el silencio, y los sillones bajos que nadie usaba junto al revistero al que jamás llegaron revistas nuevas. Más tarde llegaron ordenadores, y ruido de niños que no disponían de esta tecnología en casa, y mis primeros flirteos con Internet cuando aún lo estábamos inventando. Todo esto en aquella biblioteca.
Era de comunión diaria; cada día iba a la biblioteca y acariciaba los tomos, los olía, ojeaba los nombres de quienes habían sostenido ese libro en sus manos antes que yo, la caligrafía espigada de Pura, la anterior bibliotecaria, los libros que nadie había leído desde 1970 y tantos... Cada libro, a su modo, contaba una historia que había que aprender a leer. Lenguaje corporal, un símil. Llegado un punto, conocía todos los libros de la biblioteca como las palmas de mis manos (al menos los de la sección infantil y juvenil), y comencé el abordaje del siguiente pasillo: novela adulta. No había demasiado donde escoger, pero ocultaba ciertos tesoros. Los demás pasillos, reservados a libros de consulta, colecciones y enciclopedias, siempre me resultaron terreno desconocido.
Nunca perdí ningún libro. En la biblioteca de Bélmez no había multas por devolver los libros tarde, y probablemente la mitad de los fondos se encuentren dispersos por medio Bélmez de la Moraleda. En mi casa, sin ir más lejos, guardo con celo Insolación de Pardo Bazán, El gran Gatsby o El médico de Noah Gordon, entre otros. Para cuando abra sus puertas de nuevo.
La biblioteca cerró tras un verano de dudas. Recuerdo que pasé como era habitual y tras recepción había otra muchacha del pueblo haciéndose cargo. Yo traía una lista de lecturas que pretendía finiquitar durante el estío, y me las llevé todas sin ficha, con la deuda en un papel de dudoso futuro. Luego cerró. Para siempre. En su lugar se construyó un Centro de Día. Que permanece cerrado. En un plan a priori encantador, se demolió el antiguo colegio del Bélmez y encima se construyó un pequeño parque, el polémico Centro de Interpretación de las Caras y, aprovechando un edificio original, la Biblioteca de Bélmez. El Centro de Interpretación abrió hace 2 o 3 años, con su aparcamiento subterráneo, y el parque se inauguró de igual modo. La biblioteca de Bélmez está terminada, los libros en sus baldas, el edificio perfectamente restaurado, con los enormes ventanales que alumbraron a generaciones de párvulos, hay incluso conexión Wi-Fi gratuita para quienes pretendan hacer uso del Parque de la Cultura (como se ha tenido a bien llamarlo).

una parte de mi biblioteca
Quien me conoce sabe que puedo pasar horas en una biblioteca o en una librería, ya sea la más grande o la más pequeña del mundo (que se encuentra en Lisboa, por cierto). Que esos templos son tan lugares de fe como cualquier iglesia o mezquita o sinagoga. Que quien entra en una biblioteca lo hace en un acto de fe, porque espera encontrar paz, y respuestas, y aquello de lo que la vida lo privó. Por eso estos tres meses han resultado decepcionantes y frustrantes, porque la Biblioteca de Bélmez está lista para alzar el vuelo, pero no vuela. Y hablo de un pueblo que lleva ya la friolera de 3 años sin biblioteca, y un pueblo sin libros es menos libre, y menos bonito, y menos culto, y menos pueblo. También dediqué mi tiempo libre este verano a ordenar mis libros. En convertir mi biblioteca en una biblioteca de escritor. O al menos en una biblioteca de aquello en lo que me quiero convertir. Coloqué todos los libros que ya no necesito en una caja enorme. Sumarán al menos 30 libros. Algunos ya los regalé a mis primos pequeños, pero la intención última era donar esa caja (y devolver mi deuda) a la biblioteca de Bélmez.
Pero aún se trata de algo utópico.

3 comentarios:

  1. Tu entrada me ha devuelto los olores de los libros viejos y el ruido del silencio de la vieja bibblioteca... ¡ah! y el recuerdo de algún libro que tampoco devolví, como El flamenco, vida y muerte de Fernando Quiñones.

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    1. Menudo pájaro, yo tampoco lo devolvería, la verdad :)

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  2. Descubrí la mía poco después de aprender a leer, porque aunque aprendí tarde, una vez que supe ya no he podido ir a ningun sitio sin un libro en la mochila.
    La biblioteca municipal de Ibiza siempre me ha recordado al caparazón de un caracol, pues el interior era circular con una gran rampa en espiral conectando el piso inferior y el superior.
    Lo que más me gustaba de la biblioteca era encontrar libros desconocidos para mi, libros con páginas amarillentas que no estaban en la librería ni en la biblioteca del colegio.
    Recuerdo con especial claridad un libro que trataba sobre dos bandidos que viajaban a alguna parte y por el camino encontraban una princesa y al final llegaban a un reino subterráneo donde el tiempo se había detenido y gobernaba un príncipe con apariencia de lobo. Por más que lo intente no consigo recordar el título y todos mis esfuerzos por volver a encontrar ese libro en la biblioteca han sido infructuosos.
    Todo niño necesita una biblioteca; toda persona.

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