A algunos nos gusta la lluvia.
Somos así, detestamos el sol, la marabunta de gente. Nos flipa correr bajo mantos de agua, empaparnos.
Epatarnos con las calles vacías de vida y llenas de posibilidades.
Vengo de una tierra donde la lluvia gusta en su justa medida (la medida que soporta la tierra), esto es, hasta donde es necesaria y no es nociva para la cosecha. Ritos antiguos, varas de medir. De una tierra donde el buen tiempo es una constante, donde recuerdo que a uno de mis compañeros de clase su madre no lo dejaba ir a la escuela en los días de tormenta.
Somos hijos del silencio y la calma. De las mantas y el chocolate caliente a este lado de la ventana.
Los hay que no bebemos, que preferimos el azúcar al etilo.
El plan de farra hasta el amanecer nos provoca un pánico anquilosado en el pecho. Estar solo rodeado de gente, esa sensación. A veces, nos encontramos y nos reconocemos con una mirada, puro instinto animal.
Tengo bastantes amigos, puedo decir. Igual es que, recién cumplidos los treinta y uno, también es más difícil conocer gente, crear lazos. La mayoría de amigos se hacen antes de la treintena, principalmente en el instituto y universidad. Más adelante, la forma más extendida de socializar es en el ambiente laboral. Puedo decir que he hecho grandes amigos (amigas) en el curro que me acompañarán siempre.
Con respecto a los amigos que ya tengo, los retengo lo más cerca que puedo con correspondencia. La escritura, otra vez. Largos mails, cartas manuscritas donde nos vaciamos de lo que nos quema. Y me gusta rodearme de ellos, claro, pero en un contexto que yo pueda gestionar.
Hablemos de fobia social. Una forma de ansiedad. OTRA forma de ansiedad. Miedo al ridículo, a tener que interactuar con extraños, a los lugares concurridos. Supongo que por eso cada vez intento con más ahínco encontrar lugares desocupados en Lisboa, fuera del centro masificado, puntos secretos en la geografía de la urbe.
La edad me ha hecho tímido, huraño, misántropo. También la vida, la experiencia y la exposición. Tal vez siempre me gustó la lluvia; me recuerdo niño, pequeño, en una de esas tormentas que provocaban la oscuridad cuando fallaba el suministro eléctrico ("Qué hijos de su madre los de la Sevillana", decía mi madre), al otro lado del cristal, contemplando el agua corriendo ante mis ojos chicos, el fulgor de los relámpagos. Y no recuerdo miedo, recuerdo paz.
Ayer me llegó otro regalo de cumpleaños, un libro precioso que, casualidad, le viene al pelo a esta reflexión. Se trata de Quiet girl in a noisy world, de la británica Debbie Tung. Cuál ha sido mi sorpresa al encontrarme con esta página:
No hay comentarios:
Publicar un comentario