24 de octubre de 2013

Próxima parada: Lisboa



Nunca había estado en Portugal hasta el año pasado; de hecho, fui dos veces, ambas a Lisboa.
La primera vez fui con otros amigos escritores. Mi primera tarde estuve solo y me dediqué a callejear y a hacer fotos con el email de una amiga por toda guía de la ciudad. Me fascinó la Alfama, ese barrio antiguo y mestizo que me retrotrajo al Albaycín granaíno. Las casas blancas, las cuestas, las calles estrechas, el olor a sardinas, la música antigua... Los miradores, que en Lisboa se llaman miradouros, y no dan a la Alhambra, sino al Tejo o al Castillo de San Jorge o a la ciudad a sus pies, los tejados rojos como un escenario de la Toscana o un pueblecito griego. Ésa fue la primera tarde, y en el primer ascenso encontré la Rua da saudade y me dije que se trataba de una señal y estaba destinado a vivir allí. Volvimos a subir, claro, y las fotos, y la comida (qué bien se come en Lisboa) y los amigos. Lisboa es maravillosa para perderse por callejones. Recuerdo que aquella primera tarde, sin mapa ni idea de portugués, me perdí y logré situarme gracias a dos apuntes en mi cuaderno, con la Praça de Luis Camoes en mi cabeza como único punto de referencia.
Al siguiente día tocó explorar la Lisboa turística, el centro hermoso con sus plazas enormes (la del Comercio, sin ir más lejos) y atracciones como el Elevador de Santa Justa. El centro de Lisboa es precioso, las galerías y calles comerciales, las pastelerías y cafeterías a cada esquina, el tránsito de gente que no llega a agobiar como en el resto de capitales europeas.
El carácter portugués es parecido al español, pero en Lisboa, consciente de su atractivo turístico, esto se potencia y se convierte en una ciudad cosmopolita con una actitud positiva y respetuosa con los foráneos. Mis dos experiencias lisboetas a este respecto hasta la fecha han sido muy agradables, y es en gran parte por lo que Lisboa es mi elección vital para los meses venideros. También la comida, cómo no. Saber que en Lisboa se come de escándalo es sin duda alguna un aliciente, y que es una ciudad costera. Siempre he deseado vivir junto al mar. Pero se trata sobre todo de un estado vital: para mí,
 Lisboa se desgarra a base de melancolía. Me dicen que es lluviosa y algo gris, justo lo que yo busco; no obstante, olvidan mencionar que es la ciudad donde está permitido beber en la calle, que hay una comunidad erasmus importante y que tiene música en todas partes. No es una cuestión de fado, es que hablamos de una capital. Vale que yo soy más pobre que las ratas, pero si he logrado sobrevivir a Madrid estos dos años, por qué no lo voy a hacer con Lisboa. Y no tengo ni papa de portugués, pero, una vez más, supone un reto. Si vuelvo con una base de la lengua, ideal para mí; si simplemente me he limitado a escribir y salir de fiesta con Erasmus, ideal para mí.
Y es que, por óptima que pueda parecer la decisión de irme, el motor de todo ello es bastante triste, y tal vez me agriete a medio camino, o tal vez tanta melancolía me pueda. Sólo sé que desapareceré de mapa, eliminaré mi rastro cibernético a su mínima expresión y me volveré egoísta por unos meses, porque al fin y al cabo se trata de algo provisional a no ser que, qué sé yo, me enamore hasta las trancas o me surja la oportunidad de mi vida, o ambas cosas, ya veremos. Sea como sea, estoy en plena búsqueda de piso, espero que por la Alfama o por la zona del Bairro Alto y Rossio, no sé, cerca del Tejo y de los miradouros.
La segunda vez que fui a Lisboa fue el verano de 2012. Fui en coche con unos amigos, nos hospedamos por el centro, me emborraché o me fumé muchísimo y me tuvieron que llevar en brazos desde el Bairro Alto a la pensión donde nos hospedábamos. Con todo, recuerdo esa noche como mucho amor. Y la resaca del día siguiente, también. Recuerdo del mismo modo un bar en el Bairro Alto con una tabla de quesos espectacular, y gente en la calle bebiendo y bailando, y gente en los bares con música en directo. Todo eso me hizo darme cuenta de que alguna vez en el futuro viviría en Lisboa.
Aparte, estaban Pereira y Pessoa, claro, y el Grandola Vila Morena, y los claveles, y el Tejo que es nuestro Tajo. Pero, por encima de todo, están los miradouros.
Por si algún día necesito más que nunca tantear el vuelo.

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