Anteriormente, en A Road novella...
Hicimos autostop. En un país tan pequeño como
Eslovenia, la mayoría de camiones, furgones y caravanas se dirigían a la
capital, justo lo que nosotros queríamos. A la mañana siguiente llegábamos as
Lubliana con sueño y sudor y hambre, le dimos las gracias al camionero que
había aceptado llevarnos, un italiano de Florencia que recogía a sus hijos en
la capital, de modo que pudimos ir cómodos en el camión vacío para nosotros.
Svetl prefirió ir sentada en el asiento del copiloto. La oímos reír y hablar
con él a voces en una mezcla imposible de idiomas. Al rato, le oímos gemir; no
se oía a Svetl. Anna y yo hicimos el amor. César nos arañaba. La vida no podía
ser mejor que la vida de noche en un camión.
-No sois austriacos -nos dijo Svetl
cuando volvió con nosotros. Tenía el pelo revuelto y cierto rubor en las
mejillas.
-No, no lo somos. Somos del sur de
España.
-Yo soy de Chile -me corrigió
enseguida Anna. -Da igual. Ahora
somos eslovenos.
Esa
noche, claro, fuimos eslovenos, e incluso el gato parecía maullar en otra
lengua. Le habíamos entablillado la pata con un bolígrado y un trozo de tela de
mi camisa. Lubliana nos pareció hermosa y llena de posibilidades, pero eran ya
demasiados días soñando con Amsterdam, escribiendo sobre Amsterdam, dibujando
Amsterdam en cada papel que encontrábamos como para cambiar de planes incluso
en esa huida improvisada con el único fin de salvar la vida y llegar a un lugar
que poder llamar casa, aunque casa era a veces César y a veces Anna. Sin
embargo, nada más llegar a la capital eslovena sentimos un flechazo y decidimos
despedirnos de Lolo, el camionero, y pasar el día en la ciudad para aprovechar
el buen tiempo y conocer gente y pisar las calles y saber cómo olía Lubliana.
Había canales preciosos, y plazas. Desde una placita saltamos del camión y
dijimos adiós a Lolo con la mano. Al rato lo vimos en la distancia besar y
abrazas a sus hijos, dos adolescentes rubios y pecosos cargados con macutos y
maletas. Me dio pena cuando vimos su camión desaparecer por la calle. En otra plazoleta contigua había un Dunkin
Donuts, y entramos y hablamos con la encargada, una chica alemana a la que
contamos nuestra historia de robo y abandono. Le hablamos del frío. Le hablamos
del hambre. Nos dio tres vasos con café caliente y una caja con doce donuts.
Prometimos escribirle. Los cuatro sabíamos que nunca le escribiríamos, pero
comimos bien esa mañana. Luego paseamos por la ciudad, visitamos las tiendas de
ropa y rebuscamos en las papeleras del centro. Mendigamos un rato hasta que un
agente nos dijo que estaba prohibido mendigar en el centro. Le sacamos dos euros.
-¡Lubliana
no era para tanto! -exclamó Svetl.
-¿Nunca habías venido? -le pregunté.
-Qué va. Somos pobres, recuerda.
-Somos los tres reyes pobres -dijo
Anna.
-Los reyes no hacen autostop, ¡los
reyes viajan en tren! ¡Los reyes viajan en avión! ¡Cojamos el tren! -propuse,
llevado seguramente por el chute de azúcar del desayuno, un excitante tan
válido como cualquier otro.
Sin pensarlo, nos encaminamos a la
estación de tren, nos colamos ayudando a una pareja de ancianos con sus maletas
y, llegados a la vía, buscamos un tren de carga y nos lanzamos en un vagón
polvoriento, lleno de cajas y paquetes envueltos en tela.
Nos cubrimos con una sábana grisácea
y esperamos a que el tren arrancara. El destino era para nosotros un absoluto
misterio, y eso nos provocaba más ganas de emprender la aventura, de traspasar
fronteras, de averiguar a dónde nos dirigíamos aquella tarde de final de
verano, de principio de primavera.
Llegábamos a una estación y nos
volvíamos a esconder bajo un trapo y jugábamos a adivinar la ciudad, el país,
nuestro lugar en el mundo por el ruido. Nunca sabíamos nada. Llegada una
parada, la quinta o sexta, a saber, subieron varios hombres al vagón y
arrastraban cajas y pasaban a nuestro lado. Seguíamos en Eslovenia, nos dijo
Svetl, que no podía contener la risa. Con todo, nadie nos paró, nadie dijo
nada, estarían acostumbrados a los polizones, tendrían un buen día, o quizás en
los malos tiempos el mundo se mostraba más solidario. Sea como fuere, el tren
volvió a arrancar con nosotros a bordo, y cuando salimos de nuestro escondite
encontramos un ejemplar de periódico junto a la puerta del vagón. En la
portada, ni más ni menos que la furgoneta de Joni, la misma en la que viajábamos
Anna y yo dos días antes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario