21 de enero de 2019

Un año después

Despierto solo.
Despierto temprano, más cansado de la cuenta. La cama está dura, incómoda. Hay movimiento a mi alrededor. Pienso que debo estar equivocado, pero entonces recuerdo: Londres, 2019. Un hostel lleno de coreanos y argentinas. Me cae el peso de mis 31 años como un yunque.
Es entonces cuando la ansiedad se abre hueco entre mi pecho y mi cerebelo; no es, como el del año pasado, un despertar lento.
Hace tiempo que no escribo, pero me han considerado para un pequeño reconocimiento literario que se ha convertido en mi lucha las últimas dos semanas. A falta de escritura, necesito certezas.
He perdido los sueños. "No te reconozco, hombre triste: has aprendido a llorar", escribí hace cinco o seis años. Creo que, anímicamente, he tocado fondo.
Sin embargo, hoy me queda aún un trozo de Londres, pafuera telarañas. Aunque este viaje suponga, ocho años después de mi última vez en la capital inglesa, no reconocerme, acaso extrañarme con el muchacho que fui. ¿Qué te ha pasado, Jose?, me pregunto, ¿por qué ya no escribes?
Pero sé por qué.
Remoloneo en la cama, sólo un rato más. Siempre me ducho de noche para aguantar un poco más entre las sábanas. Extraño a Truman, en Portugal.

Entonces me levanto, con la esperanza puesta en un desayuno inglés, en comprar algún libro de Shirley Jackson -un año después, sigo obsesionado- y en la visita a Camdem donde tal vez reencuentre al muchacho que perdí en estos años de camino.
Y es que sé que, pese a los días raros, los días tontos, aún me quedan ases bajo la manga. Lástima que no sepa jugar al mus.


Te cerraría los ojos, te daría la espalda, apretaría los puños y, 
por primera vez en mi vida, dejaría que tú dijeras algo.

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