13 de octubre de 2011

Mollina

Si a alguien le dijera Mollina, no sabría de qué le estoy hablando. Es una palabra entrañable porque parece que acabe en diminutivo. Así, sería fácil imaginada pronunciada por alguien de Cáceres o Badajoz. Molla pequeña. Un bollito de pan. Como digo, entrañable. No iría desencaminado, pues de ahí vienen los molletes, famosos bollos de pan blanco, redondos y aplanados, ideales para hacer tostadas.
Hasta el año 2006 yo no sabía de Mollina tampoco. Me llegó una carta en la que me invitaban a una escuela de escritores noveles durante una semana en un complejo situado en Mollina. Mollina: ¿Mollina? Málaga, a un paseo de Antequera. Desde entonces, Mollina y literatura siempre han ido unidas, y en mí serán por los restos conceptos indisolubles.
Esa semana de julio pasaron muchas cosas. Conocí mucha gente en Mollina, gente importante que acabarían de convertirse en imprescindibles en mi vida, amigos que eran amigos porque compartíamos el amor al arte. Amor al arte, sí. Pasión por la vida, ganas de escribir, de beber, de ver películas, de hablar y hablar hasta caer dormidos en el césped, ganas de cantar con o sin guitarra, de asustarnos, de confesarnos, de apoyarnos, enamorarnos y hundirnos, no en ese orden. En Mollina, con  su centro preparado para la juventud, parecía nacer la magia. Las mejores historias no nacieron en nuestros cuadernos, y eso es mucho decir de un puñado de proyectos de escritor.
Fuimos tan felices...
Todas las noches nos colábamos con un grupo de guiris a ver clásicos de cine español que no habíamos visto, y así teníamos excusa para hacer algo juntos y después reunirnos a oscuras en el césped, frente a la piscina con sus farolas, en los bancos de piedra, donde nos contábamos todo: lo escrito, lo pensado, lo vivido, lo no vivido, lo que habría de nacer. Hablamos mucho esa semana, lo recuerdo así: palabras inocentes y vínculos inquebrantables.
Hubo su polémica, como no podía ser de otro modo. Éramos jóvenes, a lo sumo dieciocho años, y no entendíamos nada de la vida. Para nosotros, lo importante estaba en los libros. Las páginas podrían dar respuesta a los interrogantes más injustos y oscuros, la tinta subyacía bajo la herida. Nunca los corazones latieron tan puros.
Nos separamos con dolor irredento, con la certeza de que la magia moría tan efímera como había llegado, de que no sabríamos de los demás. Hubieron lágrimas y despedidas, y promesas. Cientos  de promesas. Ahora me pregunto qué fue de la mitad de aquellas promesas, en qué cementerio se estarán mustiando ahora.
Volvimos pasado un año. No estábamos todos los que éramos, pero éramos todos los que estábamos. Fue un reencuentro glorioso. Los viejos amigos, las amistades epistolares, las promesas que cobraban vida de nuevo. Y los nuevos. Nuevos genios, nuevas historias por descubrir, magia que estallaba más que nunca, y nuevos monitores, y excursiones y conciertos. Pequeños botellones, más y más historias, noches en vela (éramos jóvenes y decididamente irresponsables). Era un año, y todo sabía mejor que nunca. Como si acaso importaran las negras sombras que acechaban nuestro mundo ahí fuera (trabajo, edad, estudios, desamor, locura, enfermedad); éramos ajenos a tanto y a la vez tan ciertos... Fue probablemente nuestro mejor año de canciones en la piscina a la voz de la guitarra, el sexo que se abría paso en nuestras vidas. Escribíamos en la piel de los demás, no ya en papel, no ya en paredes: en espaldas, corazones e hígados. Nos hacíamos mayores, y tantos versos por explotar, y tanto dolor por vernos alzar el vuelo.
No fue hasta el tercer año que la palabra Mollina me hizo llorar. Me hizo llorar a mil seiscientos veintinueve kilómetros, pero sólo podía llorar medio cuerpo. A pesar de todo, de la rehabilitación, de la dignidad huida, de la gente a la que no abrazaría en tiempo, a pesar de que me inclinaba más por dejarme llevar por la muerte que por la vida, en Mollina seguía la magia. El frenesí. La música. El sexo. Los versos. Las confesiones. Las novedades. Nuevos brujos, nuevas magas, nuevas quimeras hechas de literatura pura. Me llegaron de Mollina varios libros y hojas y hojas y palabras y cosas que aún me hacen estremecer. Detalles que determinan por qué los lugares cambian a las personas.
Por eso decidí volver, no sé bien a qué, pero con ganas y pudor. Por primera vez asomaba el pudor los cuernos. Y fue maravilloso, la canción de autor, el grito revolucionario, los miedos de los libros. La carne que se hacía papel, el sueño de que las cosas comenzaban a situarse en el lugar adecuado. Y Fernando y María, y Silvio y Silvia, y el pequeño Franklin. Volvía la verdadera esencia de Mollina, la razón por la que estábamos ahí: amábamos la literatura por encima de todas las cosas, y estábamos dispuestos a matar con nuestra tinta.

6 comentarios:

  1. Tenía 16 años recién cumplidos y me dijeron que tenía que escribir para alguien que no conocía pero contaba historias de miedo. Ahora, me hace llorar

    ResponderEliminar
  2. Con 14 años conocí a mi primer trovador

    ResponderEliminar
  3. Con 24 años aún no entiendo ciertas cosas. La nostalgia nos puede, los años nos separan.
    Las dudas nos flagelan.

    ResponderEliminar
  4. Los años no importan cuando vuelves a Mollina ;)

    ResponderEliminar
  5. Que sentimientos tan grandes y profundos... Puedo asegurarte que por muy lejos que estés, por más años que pasen o a pesar de todo lo que ocurra, Mollina siempre estará ahí para ti. Porque está en tu corazón y eso no va a poder cambiarlo nada ni nadie.

    Besos Rubito.

    ResponderEliminar